Conocí a José Tobal en uno de esos corrillos que en la universidad y a campo abierto, conectan una facultad con otra. Me fue presentado por mi amigo Quico, quien en esos días había transferido su matrícula de la escuela de medicina a la de sicología. Era un joven avejentado, de mirada incierta o pertubada por un extraño pensamiento. Sus pestañas, excesivamente largas y rubias igual que su pelo, corroboraban para que sus interlocutores se sintieran abordados desde un sueño. En ocasiones mostraba unos ojos casi azules y siempre lagrimeantes, como para armonizar con una siempre abierta y babeante boca. Sus brazos, al estar desproporcionados con su estatura, hacían que sus puños al caminar golpearan sus rodillas, lo que unido a una inclinación de su cuerpo hacia adelante, sin llegar a ser jorobado, completaban un cuadro simiesco. Su conversar era intenso, pero rústico. Lejos del tecnicismo y la filosofía, clásicos en un estudiante de una escuela superior. Gustaba en llamar a todos sus amigos compadres y como respuesta a esa apertura suya, para nosotros el también era eso: “el compadre”.
Para estudiar, los tres tuvimos que mudarnos a la capital, pero en vacaciones disfrutábamos de los encantos de nuestro pueblo. Su frescura por ser parte de un fértil y vasto valle, en verano y en invierno por poder sentir algunas corrientes gélidas debidas a la cercanía con la cordillera. Nunca visité a Tobal porque él estaba repartido entre el campo y el pueblo. Su madre y hermanos habitaban una modesta residencia frente a la iglesia mayor y su padre permanecía al cuidado de posiblemente algunos terrenos o negocios en la campiña. La mayor parte de las veces coincidíamos donde Quico y otras, éllos me procuraban.
Fue precisamente en casa de Quico donde recibimos la invitación para disfrutar de un día campestre de parte del compadre. Era viernes de Dolores y acordamos hacerlo el siguiente domingo que sería de Gloria. “Partiríamos a las cinco de la mañana para, más o menos, estar allá a las seis y así terminar de ver el amanecer en el rancho, entre animales y árboles frutales. Oir los primeros cánticos de las aves al abandonar sus dormideros e iniciar una nueva tarea de supervivencia y, sobre todo, poder ensanchar nuestros pulmones con aire genuinamente puro. Además poder saborear las primeras gotas de café que lograran atravesar el colador que, cual marioneta, daría volteretas entre las manos diestras de una de las muchachas del bohío. Después vendría una invitación a visitar los corrales, observar los cerdos succionar de entre el fango su desayuno y achicar por lo menos una vaca en el ordeñadero y poder degustar de un cántaro de postrera, adelantándonos atrevidamente a sus becerros. Ver desgranar el maíz en una batea y convocar las gallinas, pavos y patos a comerlo. Luego sería automático dar una vuelta por las plantaciones y probar algunas frutas de las caídas a orillas del camino. Descubriríamos también, a uno de los muchachos de la hacienda, salir corriendo con un racimo de bananos al hombro chorreándole la camisa de un líquido manchoso. Del mismo modo serían deshovadas las gallinas que los ponen de dos yemas para revoltearlos con tomaticos uvas, cebollín y ajíes recién arrancados del traspatio de la cocina. Pero ahí no terminaría la cosa, pues, en ese instante estaría hirviendo una olla de agua para diluir el chocolate acompañante. !Oh!, a lo mejor, podrían ser varias copas de licor de arroz y luego recorrer el resto de la propiedad a caballo, mientras en la casa se darían los primeros pasos para preparar un sabroso arroz con pollo y quizás, siendo más afortunados, se pensaría en un chivito guisado con yuca para el medio día”.
Volví a la realidad cuando la voz del compadre le ordenó al chofer dejarnos frente a una casa amarilla con cuatro puertas muy grandes. Contrario a lo que imaginaba, aquello parecía un segmento de un pueblo trasplantado en aquel lugar. Eran dos hileras perpendiculares de ranchos. “Me sentí parado en una esquina de mi barrio”. Cuando busqué la mirada de Quico con la intención de descubrir alguna interrogante que avalara las mías, los dos escuchamos un mandato: “entren muchachos”. Realmente ninguna puerta estaba abierta, pero el compadre desencajó una con un golpe ascendente para lo cual tuvo que saltar, creo impulsado más bien por un enojo que por un arranque deportivo. Cierto si fue que antes de que Tobal regresara a la tierra, nos había ordenado por segunda vez que entráramos y que luego de que se afirmara en el suelo, le añadió a su petición la palabra “siéntense”. Quico y Yo ocupamos dos de las cuatro mecedoras que habían en el centro de aquella amplia y desproporcionada sala, pero no dos cualquieras. Nos sentamos sin que mediara ninguna comunicación corporal en las más próximas al lugar por donde entramos. Ahora Tobal más sosegado se dirigió a los que se presume estaban en el interior de la vivienda:
---¡Buenos días!---dijo---
No puedo asegurar que de detrás de aquellas tablas dipuestas de manera tan compacta que impedían toda visión hacia adentro, se hubiese originado una débil y engorrosa respuesta. Pasaron diez minutos y al cabo de otros, tuvimos la sensación de que unos chanclos rozaban con timidez el suelo, sin embargo y por fortuna, parecía como si el chasquido que producía aquel contacto creciera con los segundos. Pero opuesto a lo esperado, nadie surgió de entre las cortinas que cubrían la única entrada al interior y peor aún, después que cesaron las pisadas hubo un breve secreteo, tras del cual volvió a reinar el silencio. Transcurridos quince minutos más busqué en Quico alguna reacción, pero solo encontré un gesto de impotencia frente a una realidad que no manejábamos. Iba a cuestionar con la mirada a nuestro amigo, cuando un profundo carraspeo suyo, antecedió a un segundo ¡Buenos días!. Otro prolongado tiempo sin respuesta abrió las puertas de mi imaginación: ¿quiénes, realmente, viven en esta casa?. La incertidumbre crecía. Quico había echado a andar sus conjeturas, en cuyos laberintos nos habíamos cruzado. Ambos teníamos una decisión: !correr!.
Hoy, “parado en una esquina de mi barrio”, me pregunto, sí acaso nosotros realmente viajamos al campo aquel lejano domingo de gloria.
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