El más allá atemoriza. La transposición de su puerta, que permanece tapiada a nuestros ojos profanos, se torna efectiva y se abre de par en par en el mismo instante en que nuestro corazón ha cesado de latir y nuestras pupilas, ya absortas en la nada, no pretenden dilucidar ningún misterio.
Desde siempre he pensado, con supersticioso afán, que los muertos, ya sancionada su irreversible partida, adquieren de inmediato el sentido de la telepatía, dedicándose desde entonces a escudriñar con majadera perseverancia los escondrijos de nuestros más íntimos pensamientos. Puede ser ese el resabio de un razonamiento primitivo, para nada científico y por lo mismo, con una base muy rebatible, acaso el mismo que obliga a los pueblos nativos a rendirle magnánimos y oferentes homenajes a sus antepasados. La verdad es que, aunque trato de racionalizar esta percepción, el miedo me embarga al pensar que todos mis más ocultos pecados pueden quedar expuestos a los ojos de mis respetables difuntos y por ello, la culpabilidad tácita y la imagen del castigo hormigueándome por dentro, me transforman en un frágil ser de vidrio, con todos sus secretos expuestos a los ojos del descrédito y de la vergüenza. Me siento desnudo ante mis abuelos, tíos y ahora ante mi padre, me sé vigilado, perseguido, intuyo que en las noches se acercan a mi lecho, reprobándome y comentando entre ellos mis peores desaciertos. ¡Ay de mí, que ni en las sombras encuentro reposo! Esta precariedad de mi alma expuesta, me abruma, quisiera deshacerme del miedo y del miedo al miedo, refugiarme en una inalcanzable atalaya, incorpóreo, furtivo, volátil, ajeno al debate de la vida y de la muerte pero -¿qué digo?- he descrito, sin desearlo, a un escalofriante ser fantasmal al que no sería capaz de enfrentarme sin sentir que mi alma se congela de terror.
Miserable puede llegar a ser la existencia del hombre, en la que sólo su fin conlleva algo de dignidad, ya que de oscura e insignificante lombriz, se transforma, por el imperio de la extinción, en el ágil velamen de una embarcación que, sibilina como el vuelo de un pájaro, cruza las imperturbables aguas del mar de la eternidad.
Una mariposa de vivos colores que ha revoloteado sobre mi cabeza, describiendo indescriptibles órbitas, me impide concentrarme y una vez más, los ojos reprobatorios de mis antepasados, parecieran horadar el papel sobre el que escribo, tratando de desmenuzar mis cavilaciones. Ensordezco mis pensamientos, blanqueo mis juicios, divago sobre asuntos sin mayor relevancia, para despistarlos, pero, ellos continúan detrás de mí, denostándome y moviendo sus espectrales cabezas, en señal de negación. Todo lo que he dicho acá, olvídenlo... olvídenlo por favor…sé porque se los digo...
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