Ding dong!! Ding dong!! Así era como sonaba el timbre cuando mi abuelo lo presionaba. Lo recuerdo como si fuera ahora, nada más oír el primer “ding” mi cuerpo ya se alzó como si en el sillón hubiera una molla. Fui corriendo hasta la puerta, con calcetines pues con la prisa me había dejado las zapatillas en el comedor. Sentía el frío de octubre en mis pies pero eso no me importaba. Abrí la puerta contenta, feliz e impaciente. Ahí mismo, delante mío, estaba mi abuelo y mi abuela cogidos por el brazo imponentes delante de mi inocente figura. De un salto me enganché a sus brazos y rápidamente observé los paquetes que llevaban. Mi abuelo me realizó una sonrisa de complicidad, estaba segura de que me había comprado la súper muñeca del momento. Mi abuela, en cambio, me bromeaba insinuándome que no me había comprado nada. Dejaron los paquetes en el recibidor y avanzamos por el pasillo hasta el comedor donde esperaban mis padres y mi hermano con una tarta inmensa (al menos a mí me parecía enorme). No podía parar de sonreír, estaba feliz. Una felicidad que jamás se me ha vuelto a repetir ya que ésta era inocente, sana; de niña. Soplé apresuradamente las velas deseando con todas mis fuerzas la súper muñeca, minutos más tarde ahí estaba, junto a una decena de juguetes más. Fue un momento muy especial que no olvidaré jamás, puesto que es un recuerdo demasiado personal como para borrarlo de mi mente.
En el fondo, echo de menos haber “perdido” esos momentos por hacerme mayor puesto que me gustaba ver la cara de mis familiares sonriendo mientras comían el pastel de mi séptimo aniversario. Actualmente la mayoría de ellos faltan en mi vida por culpa del transcurso del tiempo y es ahora cuando me duele no ser feliz con una simple súper muñeca.