Por suerte existen esos rincones mágicos de la vida donde uno puede quedarse un ratito a disfrutar, como esas tardes en las que le das cabida al ocio y te sentás al borde de la vereda, acurrucado, con las rodillas cerca del mentón y mirando una nube rara, el verde de la copa de los árboles o un montón de gente apurada.
Son esos momentos en los que la tonta madurez le deja paso a la añorada y grata sensación de tener otra vez ocho años.
Si, ocho años, no seis ni diez. Porque a los ocho tenemos esa edad en la que ya somos conscientes que somos únicos sin que se nos complique la vida. Es la edad de hablar solo, de cantar a los gritos sin fijarte si te escuchan, de vivir en un mundo propio que aunque se puede compartir conservamos aún absolutamente privado; en la que se puede decir “No juego más, me voy a mi casa”, y es en serio; de hacer arte con un pedazo de diario viejo y en la que cualquier música es maravillosa, especialmente esa que sólo uno escucha. La edad del olor a pan fresco para tomar la leche a la tarde, de manzanas en la mochila del cole, del shampoo de la mami que nos queda en la cara cuando nos abraza.
Tener ocho años es para mí meter las manos en un trozo de arcilla virgen y ver que sale. Sentarme en la tierra y hundir los dedos para arreglar una planta. Bailar sola en el comedor de casa. Despertarme de una pesadilla con alivio…
Al mundo le asustan las almas que caminan tranquilas y cuya falta de avidez las despreocupa y hace estar plenas en sus pequeños munditos privados, con sus propios tiempos, espacios, temores y alegrías.
Ser uno, ser separado y asumirse así, único y en pleno vuelo improvisado. Es la libertad, y tiene su precio.
Total ya sabemos, siempre vuelven los tiempos en que los demonios salen pidiendo a gritos aceptación, sentirse parte de algo, el tiránico impulso humano de unirse, de renegar de la individualidad, de ser parte de una masa que nos aplaque la rebelde y fantasiosa tristeza de sentirnos solos.
Mejor disfrutar mientras tanto…quién te dice, en una de esas por fin logremos quedarnos en una mágica imperfección que logre ahuyentar para siempre las soledades del espíritu.
Con ocho perennes años. Con las manos sucias de arcilla creadora y de pintura en bosquejos, con la boca empapada del sabor de la tierra, el humo y el polen; con los oídos plenos de la música del alma, con los ojos llenos de las imágenes de un mundo que nos integra aunque no nos necesite para seguir girando. Con alas auténtica y hermosamente delineadas, volando cielos particulares llenos de rumbos invisibles, donde el color de nuestra esencia pueda mezclarse al fin con los de otros vuelos igualmente libres, sanos, creadores…
Compartiendo un mundo donde tener ocho años sea una opción, verdadera y privilegiada.-
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