EL NIDO
Extrañamente me había levantado temprano esa mañana. "Temprano" es decir antes de las diez, ya que no existía para mi remolona alma disfrute comparable al de despertar lentamente esos domingos improvisados entre semana que mi rutina laboral gustaba regalarme a veces.
Y, más extraño aún, mate de por medio, me senté a estudiar, elaborando apuntes en la computadora a toda la velocidad que me permitía ese estado de semi-consciencia.
Quizá por eso tardé un buen rato en descubrir lo que pasaba. ¡Qué difícil me ha resultado siempre levantarme! Es como que mi ser entero se resiste a entregarse al sueño por las noches y a abandonarlo por las mañanas. Si hay una persona en la tierra que haya hecho lo posible y también lo imposible por lograr un buen despertar, esa soy yo. Sin éxito alguno, claro.
La historia es que allí estaba, dale que te dale al teclado, cuando los sentí. Era un pequeño murmullo, un chillido bajo y agudo, casi inaudible. De entrada culpé a la máquina, ya que los elementos electrónicos y yo jamás hemos sido (ni seremos) buenos amigos… Después pensé, con el pelo erizado, en una rata. Me “armé” de escoba y pala y me atreví a correr el mueble de donde provenían los extraños gemiditos.
Y ahí estaban.
Presos tras la rejilla de ventilación del comedor, un nidito con aves recién nacidas, que yo no podía ver bien y al cual tuve la cautela de no acercarme.
Era otoño, y afuera piaban otros pájaros (¿quizás sus padres?) y las hojas abandonaban las ramas con lánguida timidez. El sol se afirmaba con fuerza, casi con rabia, sin ceder todavía a la sosa palidez que ya le obligaría a tomar aquel invierno.
La estación de los dorados, de los amores perdidos, de las muertes naturales, precoces o no. El otoño en pleno despertar, con su endiablada fama.
Pero acaso… ¿no es la primavera la estación de los suicidios? Con sus verdes insolentes, con el empalagoso olor de las flores, con su fama de renacer… también es la época de las profundas depresiones, de la gran pena de los solitarios, es el adiós de los que ya no pueden más.
La primavera se lleva las almas tristes, y el otoño las trae de vuelta.
Siempre lo creí.
Porque muero cuando todo renace y resucito cuando el resto descansa.
Abrí la ventana a la mañana y el aire fresco me inundó de presagios. Los pajaritos dormían ahora en el lecho de mi pared, y yo despertaba a todos los sueños posibles de mi vida.
Volé despacio entre los insectos, fui una pluma en las pequeñas alas casi sin forma, aspiré el polvo, sentí el olor seco de las ramitas del nido, el calor improvisado de esos trocitos de vida predecibles.
Bajé rodando al pasto húmedo de rocío, fui partícula de planeta, gota de una lluvia que nunca cayó, brillo de sol indiferente.
Rodé por esa tierra y me transformé en ella, y por primera vez no busqué resultados.
Sencillamente un ser sin accesorios, sin dolores ni risas de cartón, sin urgencias y sin temores… Un ser del no-tiempo, de la no-forma, del incansable universo que gira y gira sin traer nada de vuelta.
Miré mi propia imagen que, sin saberlo, seguía sentada frente a la pantalla escribiendo, tomando mate, pensando, haciendo pausas sin casi darse cuenta.
Fui consciente hasta el dolor de cada gesto de ese cuerpo irrespetado, sobrevolé de cerca ese rostro que al fin podía apreciar: recorrí sus líneas y sus colores, palpé sus texturas, acaricié esos recuerdos y vivencias y tantas noches con sus días que sus poros albergaban…
Y por fin me reconocí.
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