Le entregué todo, hasta mi soledad, y vaya que decir que a alguien se le da la soledad es sumamente peligroso como rogar. No sé si lo que hice fue rogarle, aún no estoy segura si fue cierto lo que viví con él; y eso, créanme que es tan malo como saberme perdida en la noche que intensamente respiro.
Fue tarde cuando le recordé que lo amaba como a nadie había hecho antes, ¿se puede, a caso, amar más a alguien que te arranca el alma con dirigir una sola mirada? No sé de cierto, ahora que escribo no lo sé; si fue amor o puro jugueteo y engaño, para mi no fue así… Pero lo extraño.
Nadie lo llamó, vino sin yo esperarlo. Una cree que el que viene es para quedarse, que no permitiremos más mofa, más desconsuelo; yo sabía que existían los límites, los conocía, los aborrezco. Ahora soy quien piensa que la basura que tiro a nadie le sirve, que mis desechos soy yo, que me atragantaré con ellos por el infinito.
No quiero parecer tremendamente deprimida, simplemente me gusta ser cruel, ¿por qué no lo he de ser conmigo misma? Ahora reflexiono: siempre lo he sido y hasta hoy, de golpe, me ilumina un suspiro e irremediablemente creo que no estoy loca, que simplemente fui una ordinaria y terrible humana. Que amé, que lloro, que me duele como cuando una tropieza y se le encaja una uña, o peor, cuando una arremete y confiesa que es culpable de matar a quien estuvo anoche, hace unas cuantas horas, en su cama compartiendo un delirio de aguas profundas. No es cierto que da miedo querer de verdad, da miedo que el otro, no sepa que lo amas y aunque lo sepa te mata un poco cada día.
Es considerable que siento el sufrir por el error, que no estoy tan segura de que lo sea, de la mancha que dejé (o quité) al mundo. Sola, inesperadamente sola, arrebatada del afán que me haría vivir, sin embargo no tan culpable, y me siento culpable por no sentir así, porque debiera ser. Una no mata nomás porque si, una puede matar porque sencillamente le parece lo correcto: hay personas que no merecen respirar el aire que muchos desean, que muchos queremos.
Esa noche, después de verlo de lejos, de cerca, de dentro; admiré su caminar, su tono furtivo, extrañamente enamorado del viento, de la asfixia que causaba por robarse mi aire, mi aliento, que frío era al acercarse; lo tomé del brazo, reclamé su abandono, su euforia al atacar mi intimidad. Me pregunto si le habrá dolido aunque sea la mitad de lo que duele tener una espina atravesada en la yugular, la cual no sangra, no derrama, todo se lo traga, como si estuviera hambrienta de dolor y desesperación.
Le lloré hasta quedar seca, no se inmutó ni un momento para interrogar mi sospecha, para desconcertar mi violencia; no fue mucho, yo provoqué que aquella reunión no durara lo que acostumbraba. Primero pensé en que cuando me besara, súbitamente morderlo, excitarlo hasta enloquecerlo; no pude, me temblaba hasta la pena. Le confesé que quería matarlo, que para eso era el encuentro, para terminar con él, para dejarlo libre, para que, por fin, ese día, yo disfrutara de su cadáver desangrándose, de su aliento falso; usurpador de alientos, bebedor de manantiales ajenos.
Sin esperarlo, de entre los libros, de mi maletín, saqué la daga que diera fin a tan esperado punto. Me detuvo, me recargó contra su pecho, quería devorarlo, masticar su carne hasta la indigestión, hasta morirme envenenada con el robo de hacía algunos meses, que duran, que todavía me enojan. Sabrá sólo el cielo lo que me llevó a tan encolerizada decisión; lo único que aseguraré es que, aunque me corten la lengua, diré que fue lo mejor para todos; al menos, para mi. ¿Ven? Si me quiero, pensé en mí, se siente raro, me gusta ser yo antes que todos, lo disfruto, se siente un cosquilleo en las entrañas, un dulce consuelo. Cómo tengo ganas de arrancarle la lengua a los que no dicen nada y hablan mucho, quitarle la pierna a quien se la vive pateando conciencias, y cómo me deleitaría ver caer, otra vez, a quien se robó hasta mi aliento. Pero no puedo. No tengo fuerzas ni para odiar un poco, más que simple: soy feliz, acá soy cruel, todos son míos, por fin soy dueña de algo, de muchos.
Le encajé el arma más de 39 veces, perdí la cuenta cuando comencé a cantar los poemas que me volvían loca. Sentí angustia porque me vieran, lo hice pedacitos, al menos, su orgullo. Al colocar los restos de aquel festín, en bolsas de supermercado (no tenía otras), sentí como mi sangre batía cada nervio, como se derramaba mi yugular con el frío. Era mi alma, sin duda lo era, la que enterraba en los plásticos. El delirio me llevó a arrancar mi propia carne. El frío que me atrapaba era la muerte que me daba golpecitos, más los vidrios que cortaban mi vena, dirigidos por la mano del hombre. No sé quien murió primero, posiblemente me fue a enterrar, solo, o pagó para darse el último placer, sepultándome con el festín encapsulado en el plástico. No se esperaba mi postrera sorpresa: que una serpiente, salida de lo profundo de la tierra fuera a meterse entre sus ropas, mordisqueando con sus gusanos mortíferos sus costillas y morderle el corazón, chupar sus entrañas, intentando rescatar el poco aliento que me queda, el que una muerta deseaba.
Shakkti_Dukkha
18. NOV. 2005 |