Esto es un cuento alimentado con palabras giroscópicas, que significa, que cada palabra que transcurre durante su lectura, gira la imagen verbal en otro enfoque prismático distinto a la aparición de cada vocablo siguiente, habiendo de leerse con lentitud, para alcanzar toda la visión panorámica de la frase.
SIN NOVEDAD EN EL SUBURBIO
El perro husmeaba entre las basuras. La calle estaba húmeda y extrañamente reluciente, como si fuera nueva.
Se había pasado la noche lloviendo, y ahora de madrugada, el silencio había suprimido el arrullo de la lluvia. Los bloques de pisos adyacentes a los cubos de basura (que aunque vacíos estaban rodeados de un ralo de desperdicios) eran arquetipos de color gris con incrustaciones de ventanas tan inhumanas como diminutas, que invariables, en interminables filas verticales de humildes tendederos de ropa (con algunas prendas que como animadas de una languidez supina, fueron recientemente sorprendidas por la lluvia), configuraban un panorama de profundidad suburbial ignota.
Cuanto más pequeñas eran las ventanas, más se apreciaba la pobreza circundante, sobretodo en algunos cristales rotos reparados con cinta adhesiva, que conjuntados con las enormes grietas en el encofrado de los edificios, hacían evidente la imposibilidad e impotencia de huir de esta clase de vida, para sus desarmados y agredidos habitantes, dotados la mayoría, con un aparatoso color tostado diferenciador, y que sucumbían de ojos presénciales impotentes ante su desmoronamiento, con ellos mismos alojados en su interior.
El perro pues, abandonado a su suerte, por unos dueños poco sentimentales, roía desperdicios a los ojos de la luna, que ya casi dándose a la fuga tras la bóveda celestial, se apiadaba desde sus alturas de un ser tan frágil y de tan desgraciado vivir, como este solitario y extraviado canino.
El color gris de los edificios estaba camuflado por el sinfín de colores, de unos graffitis deliberados, que pedían socorro a la sobriedad, para ser rescatados del naufragio de pesimismo rectilíneo del enmarcado paisaje en blanco y negro sucinto a la realidad de su devenir de aspereza urbanística.
En un pasaje interior cercano, el olor a orines y unas jeringas punzantes delataban la miseria humana sometida a este humillante rincón del mundo, que en movimiento de depresión constante y acuciante caída libre hacia la invisible supresión y desaparición de su orgullo, iba decayendo de decepción a zozobra hacia el fondo de su propio fango, asignado por la riqueza ajena, a los límites de su desesperación.
Eran las cuatro y media, y a pedir de la arrogancia de un empresario, moderno y ambicioso, y sometido a una labor descalificante de clase social sin estudios, un despertador silbaba su atronador zumbido a los oídos dolidos de un obrero empobrecido por un sueldo que vejador e insultante, se reía de su talante de sacrificio.
Pero no fue ese el motivo por el cual el perro flacucho y con el hocico sucio, empinara las orejas para escuchar mejor. Oídos tan finos y su instinto propio perruno dejó al animal quieto y atento en una postura de tensión.
Tenuemente se oían golpes metálicos, venían de otra calle distante, embutida en otros inmisericordes bloques de humanos, ensartados por las vigas, los alambres y las tuberías de sus tripas urbanitas.
El can que había percibido que el sonido de golpes había aumentado acercándose progresivamente, previó que el peligro, aunque inminente, aun se hallaba lejano, y siguió con su labor. Pero solo fue hasta que un incipiente sonido de detonación, seguido de otros, volvió a tensar su lomo esquelético canino. “Esto había sonado mucho mas cerca”, además se oía el sonido trémulo de un rugiente núcleo vibrador, que al mismo tiempo quejumbroso, parecía arrastrarse por el asfalto. “ Tal vez demasiado cerca”, con inquietud el perro agachó la cola, y empezó a girar sobre sí mismo muy nervioso.
El ruido empeoró con el figurativo sonido del arrastrar de unas cadenas gigantes, e incluso con el repetido estallido de un látigo fantasmal lamiendo vertiginosamente los rincones de las aceras.
El perro se fue correteando hasta el fondo del callejón, que por esa vertiente no tenía salida, topó torpemente con la pared y retrocedió asustadizo otra vez hasta el principio de la calle de donde provenía la causa sonora de sus temores, y así de apabullado y sin saber que hacer, se zafó otra vez hasta el fondo, para chocar de nuevo con la sin salida, y al llegar allí desolado y acorralado gimió lastimero de impotencia.
La luna que lo oyó, pese a su don de inmovilidad, tembló ligeramente en condolencia, y el aire terso vibró con su agitación, levantando espejismos en las sombras abrutas de las izadas paredes cuadrangulares de alrededor.
Ahora, a pesar del somnoliento mutismo de índole pasivo, que debido quizás a la periódica actitud cotidiana del “todo es normal, pase lo que pase”, el ruido, pues, era ya atronador, y multi-expresivamente amenazador, cosa que nadie vislumbró, porque nadie se inmutaba entre sueños, más allá de su imposibilidad de moverse bajo motivo de trivialidad.
Y así el ruido de avalancha se precipitaba en progreso a trompicones en la cercanía, sin que sé inflingiese por ello en curiosidad humana desde las ventanas orientadas sobre el suceso.
Fuera cual fuera su procedencia, estaba a la vuelta de la esquina. Así que al cabo de unos instantes, crujiendo rocambolescamente apareció por fin en la bocacalle, de forma apocalíptica...“La maquina infernal”.
Medía diez metros de alto y ocupaba todo el ancho de la calle. Era de un metal negro reluciente y un sinfín de sirenas luminiscentes, recortaban su grotesca sombra contra las fachadas, en una hecatombe de flashes alarmantes.
Tenía brazos con ganchos que giraban sobre su estructura como los de un pulpo loco, dando bandazos.
Sus engranajes de ruedas dentadas estaban a la vista amenazantes, y chirriaban en un insufrible quejido de metales.
Una gran boca abierta pero sin fondo, se hallaba en la parte frontal, parecida a una entrada a “la casa del terror” de un parque de atracciones. Las ruedas con las que avanzaba con rudeza, tenían grandes púas de acero, que mellaban gravemente el ya destartalado asfalto.
Tenía cañones armados con arpones de electrodos, diseminados estratégicamente por toda su superficie, y cámaras en forma de ojo humano colgando panorámicas, en todas direcciones.
Una enorme antena de radar culminaba al monstruo en su cúspide, como una corona sobre su voraz porte de andar por su dominio.
La bestia acabó de pasar por la bocacalle, y con su estruendo ominoso, se siguió alejando, estoica e imperturbable.
En la parte trasera lucía un vigoroso cartel en rojo con franjas amarillas, que lo identificaba como “La perrera municipal”.
Nuestro Bobby se había escondido finalmente, agazapado de temor, en el interior del pasaje de las deplorables jeringas-basura, entre los edificios de míseras aristas y rectas agrestes, manteniéndose “a buen recaudo”.
Parecía conocer, por instinto, el significado de aquella mole de mecanismos que arrasadora con indiscriminada manía persecutoria hacia los sujetos de su casta, acababa de ser burlada por este infeliz.
Cuando se descongeló la imagen, después que hubo pasado el peligro, un poco más relajado, y como deshaciéndose graciosamente del terror infringido por aquel abrumador engendro demoníaco, el perro vagabundo se rascó con la pata trasera su particular nido de pulgas portátil, en un gesto simpático de rebeldía, que a la luna, atenta a su suerte, hizo sonreír con alivio.
Y no lo vio aparecer…una lengua como un látigo pegajoso, llegó desde arriba y se le enroscó al cuello, luego tiró de él, y el perro salió volando por los aires, en un viaje interminable, hacia la boca hedionda y voraz de la pertinaz fiera metálica, que sin duda, por uno de sus cientos de sensibles oídos, había reconocido a la distancia, el característico ritmo de un perro rascándose, ya lo bastante entrenada militarmente en tal conocimiento, con un meticuloso estudio sobre tácticas de disuasión, aprensión y reducción de inferencias perrunas.
La luna, única testigo del secuestro, se entristeció mucho, “Le había cogido cariño al pulgoso” -El mundo es inhumano-comentó para sí. Y muy pálida y exigua se borró del cielo claroscuro con un sonoro “pop”, y la lluvia volvió a rociar y a salpicar el suburbio con otra ráfaga de lágrimas en perentoria necesidad visceral de socorro.
Silvia Escario 18-11-05
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