Jorge descubrió que podía hacerse invisible cuando llegó a la pubertad. Se quedaba mirando una chica que pasaba por la calle y desaparecía. Descubrió que le gustaban los bultitos que les salían a sus compañeras del colegio a la misma vez que descubrió su engorrosa facultad. Luego le llevó más tiempo comprender que una cosa y otra iban unidas y que si era capaz de mantener a raya sus impulsos y no bajar la mirada por el escote de las amigas podía pasar por un chico normal en vez de asustar a todo el mundo. La gente salía gritando que había visto unas ropas colgando por el aire y Jorge tuvo que atajar el problema.

Por eso fue un adolescente tímido, uno de esos muchachos que hablan con rigidez y que nunca se dejan ser ellos mismos por miedo a hacer algo mal. Jorge tenía miedo de excitarse. Para evitarlo aprendió trucos como pellizcarse dolorosamente los genitales cuando veía una chica que le gustaba, darse duchas de agua fría y clavar la mirada en la frente de los pivones de su instituto cuando no le quedaba más remedio que mirarlas porque tenía que hablar con ellas o porque salían a la pizarra a resolver un ejercicio.

Jorge tenía que evitar las mañanas frías cuando viajaba en el autobús arrebujado en su abrigo con la cabeza agradablemente perdida en la nada. Tenía que evitar mirar mucho rato las vallas publicitarias y las aceras pobladas de mujeres, mujeres neumáticas, mujeres sabrosas, mujeres provocativas, adolescentes insinuantes, jóvenes despreocupadas, maduras que se cuidaban tan bien, rubias explosivas, morenas incandescentes. Las aceras de las calles eran uno de los lugares más peligroso para Jorge. Tanto era así que llegó a tener miedo a salir de casa.

Cuando cumplió los dieciocho se echó su primera novia. Se cuidaba de no tocarla para que no se asustara y se fuera para siempre, pero ella empezó a notar que algo no funcionaba. Con la segunda novia todo fue mejor porque no tardó nada en llevarla a su dormitorio y allí pudo dar rienda suelta a sus sueños. Cerró las ventanas herméticamente para que la oscuridad fuera total y ella nunca sospechó nada.

Con el tiempo aprendió a manejar su problema y casi podía decidir cuando quería ser visto y cuando no. Vivió una juventud que parecía una segunda adolescencia. Se iba sin pagar de las cafeterías y restaurantes de lujo; robó varias joyerías y cuando le gustaba una mujer se colaba en su habitación y la miraba a sus anchas, como un golfo, sin ningún asomo de vergüenza.

Y así siguió hasta que lo pilló la policía. Fue en una sucursal del Banco Bilbao Vizcaya Argentaria. Si la cosa hubiera salido bien tendría que haberse llevado el dinero que acaba de retirar un empresario coruñés que solía hacer la misma operación todos los doce de cada mes. Pero una mala coincidencia hizo que un caniche se cruzara en su camino, le hiciera tropezar y volverse visible a causa de los nervios en un episodio que muchos clientes respetables tardarán en olvidar porque no sólo vieron aparecer a un joven de la nada, le vieron aparecer como había venido al mundo; porque Jorge era invisible pero la ropa no, y ello le obligaba a actuar en el más completo desnudo.

Jorge fue puesto en manos de la autoridad competente que pasó el caso al ministerio de interior que a su vez deslizó el expediente hasta las más altas esferas del Servicio de Inteligencia Español.

Allí recibió dos años de adiestramiento en técnicas de espionaje y salió preparado para realizar las misiones más arriesgadas en cualquier país del mundo donde fuera necesaria la intervención de un hombre invisible.

En el curso de sus viajes conoció mujeres que le ayudaron a explorar los recovecos más ocultos de su invisibilidad. En Afganistán conoció a una contraespía infilitrada en Al-Quaeda de la que se enamoró perdidamente. Tuvieron un niño guapísimo con un flequillo rubio. Le pusieron Jorge, igual que el padre.