juanrojo
El tesoro del libro
-- ¡Venga grumete, trae el cofre! -ordenó el abuelo.
-- Sí capitán, -contesté con toda la marcialidad de mis seis años.
Y nos fuimos al paseo de los domingos al encinar del río. “¿Abuelo, digo, Capitán puedo ver lo que hay en el cofre?". "Es el tesoro de Flint. Sólo tú y yo sabremos dónde está". El brillo de sus ojos ocultaba por un instante sus cataratas. Cruzamos el puente romano y seguimos la ribera hasta pasar la charca de las ranas, como siempre. Pero luego nos desviamos. "¿No seguimos el camino hoy?". "Mira grumetillo, a veces, para poder escucharse uno el corazón hay que apartarse del ruido de la senda marcada."
Esa noche terminamos “La isla del tesoro” y soñé que viajaba por todo el mundo con un saquito de cuero lleno de monedas de oro.
Al invierno siguiente el abuelo murió. Tras la lectura del testamento se armó un revuelo enorme. Mis tíos y mi padre muy nerviosos nos llevaron a todos a la casa del pueblo. Allí pusieron todo patas arriba buscando y buscando. Los muebles los vendieron, los libros se los regalaron al trapero. Lloré mucho y me enfadé con mi padre por no haber salvado el libro de La isla del tesoro.
Desde entonces coleccionaba ediciones del libro, siempre de la librería de libros usados, con la esperanza de encontrar el nuestro. El librero, ya amigo después de tantos años, me avisó de que había descubierto unos libros con la marca a lápiz que yo le había descrito. Efectivamente se trataba del contorno de mi mano, que mi abuelo y yo dibujábamos en los libros que me leía para no repetirnos. Una intensa investigación me llevó hasta él semanas más tarde. Esa noche lo leí con devoción recordando las entonaciones de pirata que ponía el abuelo. En el reverso del plano de la isla, había una línea sinuosa con leyendas que me eran muy familiares: puente romano, charca de las ranas, veinte pasos…
Al amanecer seguí sus indicaciones, que fueron descorriendo los velos del recuerdo, hasta llegar al tronco hueco. Allí estaba el cofre. Lo abrí. Dentro trece sobrecitos de plástico con una monedita de oro en cada uno: las ansiadas arras de la tatarabuela brillaban a la luz del sol en mis manos. Debajo una cartulina con la letra de mi abuelo: “La eternidad vive en el recuerdo. La mía en el tuyo, grumete.”
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RIGOBERTO
La excursión
Mientras el grupo visitaba la antigua iglesia, me fui a caminar por desiertas callecitas empinadas. En el frente de una casa, un cartel manuscrito decía:
“El Aleph”
Librería de libros usados
“Los libros no muerden”
PASE
Sonreí. La puerta entornada me invitó; ingresé. El lugar, en penumbras, parecía deshabitado. Era un salón enorme, no se veían ventanas ni muebles. Sólo había, sobre el piso, cientos de libros apilados que formaban paredes y columnas de diferentes alturas. La única iluminación provenía de unos rayos de sol que se colaban por la puerta entreabierta. Resolví inspeccionar en los sombríos pasajes que dejaban los textos amontonados. Mientras avanzaba, los muros de libros ganaban altura y yo perdía visibilidad. Había rincones donde la oscuridad era total y el olor a humedad asfixiaba. Sentí temor; decidí salir de allí. El camino por el que intenté volver me llevó a una pared lateral; en la que, acercándome, pude leer que alguien había escrito:
“Sólo sé que no sé nada”
No entiendo porqué, mi miedo aumentó. Tumbé con mis manos una muralla de libros y luego atropellé varios divisores más; los textos se desplomaban pesadamente. Avanzaba con dificultad. En un momento, caí exhausto. Acabé tendido boca arriba sobre un colchón de papel y tinta. Llamó mi atención algo en el techo: parecía un pequeño espejo. Creí, en un principio, que giraba; luego me di cuenta de que era una ilusión óptica producida por las imágenes que vertiginosamente reflejaba o contenía.
Imposible explicar con simples palabras lo que vi, pero lo intentaré: me vi mostrado
-¿reflejado?- pequeño, insignificante, sobre una inmensidad de letras, quizás palabras; como un insecto en la hoja de un árbol de una selva infinita; vi mi corazón bombeando sangre, también vi cómo dejaba de hacerlo; vi una lágrima rodar por tu mejilla; vi el mundo y el infinito espacio en un mismo punto; vi lo sublime y lo atroz; concebí todas las ideas; sentí todos los miedos y todos los placeres; paladeé todos los sabores; vi todo, todo se me mostró simultáneamente pero claramente definido en su individualidad.
La bocina del ómnibus que nos había llevado al pueblo, me sobresaltó. Me incorporé con dificultad, derribé algunos tabiques más y llegué hasta la puerta. Estaban buscándome; fui el último en subir al vehículo.
En el viaje de regreso, intentaba recordar lo que había vivido, sólo me quedaban tenues sensaciones. La cruenta rutina ya me asediaba.
C.E.S
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