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Eso.

“He penetrado los límites de lo infinito y he atraído a los
demonios de las estrella...he apresado las sombras que
van de un mundo a otro para sembrar la muerte y la
locura...”.
Howard Philiph Lovecraft. Del más allá.


Mi disposición natural (si tal cosa existe), ha tendido siempre a ubicarse en el “medio” de las cosas, de la vida en general. Para ser claro, en la serena neutralidad de la existencia, “fácil” de encontrar en el seno del mundo burgués.
Mi educación, podría considerarse como “adecuada” (ni rígida en exceso, ni con concesiones de “niño mimado”). La cual, creo, sumada a mi carácter (algo reservado, con cierta tendencia a la introspección), produjeron un individuo, sin rasgos particulares, es decir, un ciudadano común. Uno más, indistinguible del resto, de los seres que se apiñan en el subte cada mañana, con destino a sus respetables, monótonos y aburridos trabajos.
Al terminar mis estudios secundarios, seguí una carrera universitaria (como se suponía tenía que ser). En aquel entonces, no habiendo nada que realmente me interesara, opté por el consejo paterno de las ciencias contables.
Mi título de contador (y un par de influencias familiares), me proporcionaron un empleo decente. Aún hoy, forzando un poco mi memoria, me veo de pié ante el espejo, a los 25 años, luchando con el nudo de la corbata, en mi primer día de trabajo. El reflejo de un joven, de cabello corto y negro, contrastando con unos ojos azul claros, en cuyo brillo se podía adivinar las expectativas ante el futuro.
Luego, un par de años después, mi casamiento con la chica de mis sueños (con fiesta como se debe, y luna de miel en el Caribe).
Diez años de aburrido y correcto matrimonio. Divorcio de “común acuerdo”, con prolijo reparto de bienes, del que adquirí, un departamento de un ambiente, y el auto de 15 años, con más problemas que soluciones a cuestas.
Continué trabajando en la misma oficina, aunque, al mirarme al espejo, la imagen que éste me devolvía, era, ya no de 25, sino, de un hombre de 36, en cuyos cabellos podían verse algunas canas (nada terrible tampoco, y, a la inversa de otros hombres de mi edad, aún la calvicie, no era en absoluto nada por lo que temer).
Es cierto que, de mis ojos, hacía tiempo había desaparecido todo brillo. Pero eso era algo a lo que me fui acostumbrando y supuse, consecuencia lógica del paso de los años.
Bueno, siendo yo hijo único, a la muerte de mis padres, heredé su casa (las posesiones que contenía), una cuenta bancaria con modestos ahorros, y una caja de seguridad (cuya existencia desconocía).
Mi primera intención había sido vender la casa, aunque luego, no sé bien porqué, quizá producto de algún “sentimentalismo”, cambié de opinión.
Vendí, en cambio, el pequeño departamento que habitaba desde mi divorcio (tan atiborrado de cosas que resultaba difícil hasta el hecho de entrar o salir), y me mudé a la casa de mis padres, en la cual, había pasado parte de mi infancia y adolescencia.
La casa, de dos plantas, si bien mostraba algunos signos de deterioro, estaba en general, en bastante buen estado. Con un pequeño jardín al frente, cerraba la entrada una alta reja de hierro forjado, que aún se conservaba firme, exhibiendo la solidez con la que fuera construida.
La planta principal estaba ocupada por el amplio living, al que seguía, el comedor, con su araña ornamental (que calculé, sin detenerme, debía valer lo suyo). A continuación, la cocina, que había sido remodelada, y poseía casi todos los cachivaches modernos (freezer, micro ondas, hasta lavaplatos!), que daba, a un lado, con una “habitación de servicio”), y de frente, a un patio, mitad de baldosas, mitad, césped, lleno de plantas, ya en macetas o en tierra.
Completaba la planta baja, un baño, y un “cuarto” a mitad de camino entre un garaje y un depósito, lleno, como era esperable, de infinidad de objetos, a los que decidí, dedicaría, con tiempo, mi atención, a ver si encontraba algo con alguna probable utilidad.
En la segunda planta, se hallaban los dormitorios. El que fuera de mis padres, en suite, el mío en su tiempo, un baño, y la biblioteca/ escritorio de mi padre. Finalmente, una escalera, terminaba en la terraza.
Hacía ya un tiempo, se habían instalado rejas en todas las ventanas. Las puertas, tanto la principal, como las que daban al patio y a la terraza, eran blindadas. En resumen, me dio por observar, la casa podía catalogarse como “segura”, dentro siempre de límites razonables.
Me mudé dos meses antes de cumplir 40 años (lo cual, fue producto del azar).
Debo recocer que, el trasladar mis cosas (apiñadas desconsideradamente por varios años), e instalarme, todo lo cual me tomó menos de un día, me devolvió, en parte, la sensación de libertad de movimientos, de la que había estado privado, casi sin notarlo, por años.
No tuve gran dificultad en ubicar, lo que me pareciera “una cantidad de objetos sin fin” (amontonados en un ambiente, junto a mi sofá- cama, el equipo de música, la “cocina- armario”, y a mí mismo), en la amplia y espaciosa casa.
De todas formas mentiría si no dijera que, el volver a vivir en aquella casa, por primera vez solo, no me produjo algo similar a una extrañeza, producto, quizá de sentimientos encontrados, con una mezcla de recuerdos imposibles de evitar.
Instalé mi PC en cuanto pude, y prácticamente desparramé mis libros, discos, y demás cosas por ahí, hasta tener tiempo de ir acomodándolas. Igualmente, el “efecto” del pequeño desarreglo, resultó (al menos, así me pareció), casi imperceptible.
Decidí instalarme en el dormitorio principal, que juzgué lo más adecuado, aunque me provocara al comienzo, cierta inquietud indefinida.
Por otro lado, mi vieja habitación, además de tener una cama chica, casi no había sufrido modificaciones desde mi mudanza, 14 años atrás. Las fotos en las paredes (incluida la del viaje de egresados), un par de trofeos deportivos de mis tiempos del secundario, mi viejo escritorio. Ni loco iba a volver a dormir en aquel mausoleo.
Supe en breve, que el jardín y las plantas en general se encontraban en tan buen estado gracias a los cuidados de un anciano jardinero, quien vino a verme al poco de mudarme, y con el que arreglé mantener sus servicios, igual que en vida de mis padres.
Luego de instalarme, comencé de a poco a realizar algo como un “inventario” de mi nuevo hogar. En parte, supongo, porque si bien el lugar me traía toda clase de recuerdos, consideraba ilógico para un adulto, vivir en un sitio desconociendo gran parte de lo que allí se encontraba.
El living y el comedor, tal como lo esperaba, no ocultaban secretos. En los distintos armarios, se hallaban varios juegos de vajilla, y platería. Desde objetos de uso corriente, hasta aquellos de calidad, casi como recuerdos de épocas mejores. Tomé nota mental de algunos de ellos (los que sin representar una fortuna, no dejaban de tener cierto valor).
El cuarto ubicado en la planta baja, a simple vista, parecía contener tal cantidad de porquerías de todos los tiempos, que sólo echarle una ojeada hacía retroceder a cualquiera. Resolví dejar su “revisión”, y limpieza para después.
Lo siguiente fue, entonces, la biblioteca – escritorio del piso de arriba. Nunca fui dado a emociones intensas, pero debo reconocer que desde mi llegada, ese lugar, había despertado mi curiosidad, sin poder yo precisar las razones.
La habitación, era uno de los pocos sitios que había sufrido reformas desde la época en que yo vivía en la casa. De chico, constituía el “escritorio de papá”, donde él, por temporadas pasaba horas, para luego ni siquiera entrar durante varios días (a veces, semanas).
Si bien, nunca se me prohibió formalmente la entrada, estando en él papá, o no, la puerta siempre estaba cerrada, y era un lugar (el único que recuerde), en el que quedaba implícito que yo no debía entrar.
Recuerdo, sin embargo, haberlo visto. Quizá por el hecho de no poder entrar, no porque hubiera nada siniestro, el cuarto quedó grabado en mi memoria.
Había un escritorio, de esos con un grueso vidrio, un sillón de cuero marrón, a un costado. Un gran biblioteca, detrás del escritorio, y una cortina gruesa y oscura, justo en la pared opuesta a la puerta, que daba al patio y al jardín traseros.
Mientras me dirigía a mirar la biblioteca, un súbito recuerdo me estremeció. Debía hacer décadas que lo había olvidado. Ahora, sentía un sudor helado en la frente, y en la mano temblorosa que aferraba la baranda. Hice un esfuerzo por calmarme. Era pleno día, un día soleado. Yo era un adulto racional, no un chico de 8 años aterrado. Me obligué a subir el último tramo de escalera, repitiéndome que aún entonces, debió haber alguna explicación lógica.
Un poco más tranquilo, en tanto que el sol bañaba toda la casa, me enfrenté al recuerdo que, unos minutos antes, me había paralizado de terror.
El día que vi el escritorio (o unos días después, no estaba seguro), se me había ocurrido, jugando en el patio, “ubicar” aquel cuarto desde ahí. Lo que no debía ser muy difícil ya que, aparte de mi habitación (cuya ventana reconocía sin problemas), se veía la ventana del baño (que daba casi a un extremo del edificio), y por la distribución interna, a continuación de un tragaluz, tipo ojo de buey, que estaba en el pasillo, tenía que estar la ventana de ese cuarto. Pero, ahí no había ninguna ventana.
Primero creí que me había equivocado con las “cuentas”. Repasé ventana por ventana, cuarto por cuarto (incluidos baño y pasillo). No había error, al menos, no mío. Continué “buscando” la supuesta ventana cada vez más nervioso, hasta que oscureció.
No tenía a quien preguntar, ya que supuse que si no debía entrar, ni andar espiando, menos, “buscar” el escritorio, aunque sea desde afuera.
Siempre fui más bien tímido y solitario, con lo que tampoco contaba con algún amigo a quien confiar mi secreto, o, con quien compartir mis temores.
Aquella, y las noches siguientes sufrí terribles pesadillas. Despertaba, en mitad de la noche, bañado en sudor y gritando. Cuando mamá venía a mi cuarto, a calmarme, nunca era capaz de explicar qué había soñado durante casi un mes, dormí con la luz prendida. Hasta mi padre, que era severo y nada demostrativo, empezó a verse preocupado.
Afortunadamente, para entonces, vinieron las vacaciones. Incluso se discutió con el médico de la familia si sería bueno, irnos afuera conmigo en “ese” estado. Por suerte, éste aconsejó justamente un “cambio de aire”, y nos fuimos a Córdoba. Por designios del azar, en nuestro hotel conocí a un chico solitario como yo y nos hicimos amigos. Fue el primero (y uno de los pocos) amigos que tuve (y aún tengo), y fueron las primeras vacaciones que recuerdo con agrado. La novedad y la emoción de la compañía de alguien de mi edad, me hicieron olvidar de a poco, las pesadillas y mis terrores.
De vuelta en casa, seguí viendo a mi nuevo amigo, y lentamente fui alejando mis pensamientos de todo aquel asunto, hasta casi llegar a considerarlo “un sueño”.
Realmente creo que no había vuelto a pensar en ello hasta hacía un rato. Ahora, ya un hombre y a pleno día, se entretuvo pensando en los “caprichos de la memoria”.
Desde que vivía en la casa, había entrado varias veces en esa habitación, sin notar nunca nada anormal. Claro que no lo buscaba, pero de todas formas, tendría que haber visto algo.
Ya que el recuerdo había vuelto, se esforzó en pensar qué lo había convencido entonces de la existencia de la famosa ventana, aparentemente origen de su miedo. Finalmente, creyó dar con la idea. Él no vio, desde arriba ninguna ventana, sólo unas cortinas. Eso era!. Una “asociación”: cortina – ventana.
Por otra parte, tuvo que reconocer, que su idea de entonces, no carecía del todo de sentido, antes bien, podría decirse lo “contrario” (qué hacían las cortinas si no había ninguna ventana?).
Las cortinas no probaban la existencia de una ventana, pero como mínimo la sugerían. Excepto que se considerara al diseñador, un excéntrico, o un completo demente. Su padre no encajaba en ninguno de los dos grupos.
Bueno, ya estaba bien. Se levantó y fue directo a la habitación. La puerta, como todas las de los cuartos desde su mudanza, estaba abierta. Se detuvo un minuto, mirando. Sin pensar más, entró.
El escritorio, de dimensiones similares al de su “recuerdo”, era de roble macizo, sin vidrios. Había dos sillas, de cuero negro, respaldo alto y apoya brazos. No vio ninguna otra silla ni sillón.
La vieja biblioteca, detrás del escritorio, seguía en su sitio, ocupando toda la pared. En la pared opuesta, se ubicaban dos nuevos muebles, que no recordaba. Se trataba de dos amplias vitrinas, atestadas de libros, que terminaban en su parte inferior, en “armarios” cerrados por dos puertas cada uno.
Ambos muebles, al igual que otro, colocado a un costado (donde le pareció recordar, estaba el viejo sofá), de aproximadamente un metro veinte de alto, también cerrado (aparentemente destinado a guardar cosas, tal vez, papeles), eran de una madera oscura. Sobre éste último, se encontraban ficheros, así como algunas carpetas y libros, apilados en desorden.
En contraste con el moviliario, las paredes habían sido pintadas de color claro.
Pensó rápidamente que iba a tardar un buen tiempo en revisar todo aquello.
Hasta ese momento, aunque no lo hubiera hecho en forma intencional, era consciente que había evitado mirar directamente a esa pared. Ya, mientras aún lo acompañara el sol.
Miró justo frente a donde estaba parado. Había una cortina, bastante más corta de lo que la recordaba, de color beige, no muy gruesa, dejaba pasar la luz exterior de un modo algo raro.
Más cansado de misterios para normales que temeroso, se dirigió allí. Corrió la cortina, que cedió a su movimiento sin dificultad, y permaneció quieto unos minutos, mirando.
Como cabría deducir de la entrada de luz, había una ventana. Se sorprendió al notar, que sus sentidos no lo habían engañado. La ventana era particularmente extraña.
Medía de ancho un metro, 1,2 a lo sumo (cuando el espacio disponible hubiera permitido hacerla del doble de tamaño). Hacia arriba, los primeros 40 centímetros, más o menos, eran rectos, y compuestos por cristales de apariencia corriente. Luego, en forma brusca y anacrónica, continuaba convertida en un círculo, al estilo “ojo de buey”, con vidrios color ámbar, para terminar, partiendo del diámetro del círculo, en algo así como una media luna, por encima del anterior. Esta última, compuesta por múltiples fragmentos de vidrio esmerilado de variados y brillantes colores. El alto total, calculó no debía exceder los 80 o 90 centímetros.
Sólo resultaban móviles, es decir, se podían abrir, la primer parte (la de aspecto de ventana normal), formada por dos hojas que permitían una apertura total. Y, el “ojo de buey”, que funcionaba con el mecanismo de una claraboya. La cúpula, o sector superior, era fija. Los vidrios multicolores estaban unidos por molduras de plomo (o algo similar, pensó).
Qué clase de individuo (se frenó un segundo antes de decir “demente”), podría haber construido eso. Le produjo un rechazo instintivo.
Cerró la cortina. Se sentía molesto, irritado. En qué estaba pensando su padre?. Siempre lo consideró equilibrado hasta el aburrimiento. Cuando había hecho construir esa abominación?. Estaba casi seguro que, en su infancia, no existía. Se había puesto senil y él no lo notó?.
Acabo de notar que, he hecho el tramo anterior del relato en tercera persona. Quizá sea mejor. Pero tengo que volver, mientras pueda, a hacerme cargo de esto que comencé.
Si bien, el asunto me desagradaba en extremo, decidí “olvidarlo” por unos días, y después, con tiempo, cambiar esa cosa (me costaba llamarla ventana), y punto.
Durante unos días, continué con mi vida habitual, evitando entrar en esa habitación que me atraía y repelía a la vez.
Sin darme cuenta, al menos al principio, me encontré “pensando” en ese tema, cada vez con más frecuencia. Cuando me “descubría”, buscaba distraerme, ocupar mi mente en otra cosa. Así, limpié armarios viejos, pinté mi antigua habitación (sin necesidad), y las rejas del frente (que lo “pedían” a gritos). Incluso, comencé a llevarme algún trabajo a casa.
La cosa empeoró, sin embargo, cuando la idea, y mis pensamientos alrededor del cuarto, esa cosa y qué significaba, empezaron a perseguirme, ya no sólo en la casa, sino que “iban conmigo”. En la oficina, viajando, comprando algo. Comencé a dudar de mi estabilidad mental. Para completar el cuadro, volvieron a atormentarme las pesadillas de mi infancia.
Como dije, soy más bien solitario, y además de mi ex mujer (con la que casi no hablamos desde el divorcio), los compañeros de trabajo (con quienes nuestro intercambio verbal se limita al tiempo, la miseria de los tiempos que corren [tópico que me aburre], y el futbol [sobre lo que no sé nada y me importa un comino]), hay creo, solo dos personas a las que considero amigos.
Uno de ellos se encontraba en el exterior, el otro (chiste del destino?), es aquel chico que conocí en Córdoba, hace años, mi primer amigo. Voy a llamarlo Dany, no por mantener su anonimato, sino porque sus adorables progenitores, no tuvieron mejor idea que bautizarlo Bartolomeo. Él, desde chico, siempre respondió a la pregunta por su nombre con: Dany.
Decidí hablar con él, tratando no omitir nada. Y, si mi amigo me sugería ver un psiquiatra, lo pensaría seriamente. Dany es ingeniero civil, estuvo casado (su matrimonio fue más breve que el mío), y tiene un hijo. Aparte de sus deberes de padre (salir con Dany II los fines de semana), y su trabajo, no tenía gran vida social.
Lo alegró mi llamada. No tuve que insistir con mi propuesta de pasar unos días juntos. Él vive en un departamento de dos ambientes, no muy diferente al mío, y su hijo que estaba por cumplir 14 años, desarrollaba una gran actividad los fines de semana (genes maternos, supuse), por lo que se veían algunas veces en la semana, para comer y esas cosas.
Realmente, me alegró la llegada de Dany, con su viejo bolso de viaje en la mano.
Después de una vuelta de rigor por la casa (hacía años que no venía), una buena cena, con un excelente vino, yo casi había olvidado el motivo de mi llamada.
Estábamos en el living, disfrutando un coñac, cuando Dany me miró y con una sonrisa dijo – Y? -. Me sorprendió un instante, aunque siempre nos comprendimos. – Me vas a contar? -. Mi primer impulso fue decirle que lo dejáramos para el otro día, pero él continuó – o es un cuento de miedo y te asusta la noche? -. Lo dijo sin ironía, para darme valor. – Es un cuento de miedo y me asusta la noche -, respondí. – Bueno, pero somos dos -. Estaba “atrapado”. Le conté todo, tratando de no “saltearme” nada. Él me escuchó en silencio. Un silencio cálido, interesado. Cuando terminé, Dany miraba su copa, - como aquel año, cuando nos conocimos, no? -. – Pero, entonces éramos chicos -, protesté.
Él se quedó un rato callado, luego preguntó – Revisaste el cuarto, los libros, los papeles? -. Era algo lógico. Tuve que admitir que, aunque lo pensé muchas veces, no lo había hecho. – Entre dos, por ahí va a ser mejor -, y agregó – mañana, si te parece, ya es medio tarde -.
Aquella noche, fue la primera en casi un par de semanas, en que no tuve pesadillas.
La mañana siguiente, soleada por suerte, empezamos a “trabajar”.
Si bien había descripto la “ventana” a Dany lo más exacta que pude, noté su gesto de repulsión involuntario, al contemplarla él mismo. Corrimos la cortina, para evitar aquella vista perturbadora.
Decidimos, echar primero un rápido vistazo a los libros de los estantes. Luego, los de los anaqueles, tras las vitrinas, para pasar, después, al contenido de los muebles.
Una inspección superficial, reveló que los libros de la vieja biblioteca, además de obras sobre temas contables, tratados de Derecho (la mayoría, obsoletos), contenía algunos libros de Filosofía (en general, más o menos conocidos). Una enciclopedia de finales del siglo XIX (casi completa). Algunas novelas y libros de poesía, y no mucho más.
Nuestro siguiente “objetivo”, las vitrinas, planteaban primero la tarea de buscar las llaves. Propuse, para no perder tiempo, romper las cerraduras. Dany me calmó. Las llaves estaban en el cajón del escritorio, nada ocultas por cierto.
El contenido de la primera constaba de algunos ejemplares realmente antiguos, en latín y griego. Dany me miró sorprendido. – Ni la menor idea -, contesté. Había uno, posiblemente en árabe, y otro, tal vez, en hebreo. Los apartamos para chequearlos mejor. Y, aún u tercero, con unos caracteres imposibles de identificar.
La segunda vitrina contenía, textos más escalofriantes. Tratados de alquimia, y diferentes clases de “magia”. Varios, venían precedidos por leyendas de advertencia al profano. Historias de demonología, y delirios similares.
Comenzaba a sentirme tenso, qué hacían esos libros ahí?.
Era casi mediodía, Dany propuso que fuéramos a comer. – Qué es todo esto/ -, le pregunté realmente asustado. – Calma, todavía no sabemos nada -, me respondió. – Cómo nada?! -. – Quiero decir que eso puede ser algo como una reliquia familiar -, lo interrumpí – Esas atrocidades?, de qué familia, Los locos Adams? -. Dany siguió hablando – Además, aparte de los libros, nos falta revisar los armarios, y, tal vez, buscar algo escrito por tu padre -.
Continuamos, según el plan, con el contenidos de los muebles. Éstos contenían tal cantidad de fichas, expedientes y archivos, que resultaba casi imposible hallar un orden entre ellos.
Al cabo de un par de horas, creímos llegar a la conclusión que, tal vez, los papeles ahí guardados, fueran de muy distinta índole.
Para el final de la tarde, teníamos “algo” semi sistematizado. Aparentemente, los documentos “inútiles” (la mayoría de expedientes incomprensibles), estaban en el armario de el costado.
En el que estaba debajo de la primer vitrina, encontramos paquetes, que parecían contener correspondencia (una gran cantidad en cada uno). Y, fichas con datos, nombres y fechas.
En el otro, además de fichas, había lo que pudieron ser catálogos de libros prohibidos, aunque la fecha en la cubierta resultaba prácticamente ilegible. Y, dentro de un cofre, varios “diarios”, llevados por distintas personas, en distintas épocas.
Nos tomó otros dos días completos, poner algo más de orden. Dany sugirió darles una mirada a aquellos “diarios”. Nos los repartimos al azar.
Miré el primero, comenzaba en 1915. Pertenecía a una chica. La cual, dedicaba páginas a hablar de trapos, bailes, pretendientes y cosas por el estilo. Una pérdida de tiempo, lo puse a un costado.
El siguiente, de principio de los 20. El relato de un hombre casado, con mala ortografía, que dejaba por escrito el registro de sus infidelidades. Lo dejé sobre el anterior.
Sin demasiadas esperanzas, tomé el tercero. Comenzaba el 10 de Diciembre de 1910. Con letra infantil, el autor se presentaba como Tony, de 8 años. Relata en forma breve acontecimientos de su vida diaria. Supe que cumpliría 9 años el 2 de Marzo de 1911.
Me sorprendió encontrar períodos “en blanco”, de algunos meses. Tony se encarga de explicarlos, debido a que tuvo que ir al campo a ayudar en las cosechas.
Me encariñé con él, y seguí leyendo. Estaba disfrutando de relatos infantiles, hasta que algo me heló la sangre, dejándome paralizado.
En una anotación de Marzo de 1913, Tony cuenta que fue ahí, “donde no tienen que ir”. Subió al altillo y vio la ventana, sólo un minuto, después tuvo mucho miedo y volvió a su casa temblando. La describe sin detalles, pero más que suficiente para reconocer lo que Tony vio.
Luego del “blanco”, siguen confusos relatos de hombres moviéndose, la partida de su padre. Entonces, comprendí, la Primera Guerra Mundial.
Tony nunca dice donde está. Tal vez, fuera obvio para él.
Sentí que, ahora era yo el que temblaba. Un niño describe en 1913, en Europa, una “ventana” similar, que le produce espanto.
Mi casa, fue construida, en la mitad de la década del 60, y del otro lado del océano. Si existía una explicación, ya no estaba seguro de querer conocerla.
Miré a Dany, que acababa de dejar su tercer diario a un lado, - Nada, acá no hay nada -, dijo. Pero, al momento su atención se volvió más alerta al mirarme. – Acá, sí -, le dije, bajando la voz sin darme cuenta.
Empezaba a oscurecer. Suspendimos el trabajo, y bajamos. – Traete eso -, dijo sonriente.
Sentía mis pies de plomo, tardé un siglo en bajar. Dany ya había prendido todas las luces, - hora de comer! -, lo oí gritar.
Cuando entré en la cocina, ya había un par de sartenes al fuego. – Papas fritas a caballo -, anunció. Su buen humor me contagió. Me fui calmando y apoyé el diario de Tony, un cuaderno de hojas amarillas y endebles, sobre la mesa.
Mientras comíamos, le conté a Dany mi “hallazgo”, aunque no le encontraba relación, ni sentido. – Que relación hay entre Tony y vos? -, me preguntó.
La verdad, no lo había pensado de esa forma, había supuesto desde el vamos que ninguna, aunque...Volví al diario, relatos de la guerra, el hambre. Casi estaba por dejarlo cuando caí en una parte en donde relataba su viaje. Viaje, con su madre, y dos hermanos, en un barco atestado de refugiados...
Otra vez, un sudor frío me recorrió el cuerpo. Dany me miraba paciente. – No puede ser -, dije casi en un susurro. – Qué es lo que no puede ser? -, preguntó Dany con suavidad.
Me parecía increíble. – Que...que Tony sea..., fuera...mi abuelo -, terminé la frase. Sin embargo, todo encajaba.
Todo, excepto que yo me había acostumbrado a pensar en Tony como un niño (como lo que era en su diario, cuando ni se me hubiera cruzado pensar que estaba leyendo las crónicas escritas por mi abuelo, siendo chico). Era, como si de golpe, se hubiera rota la barrera del tiempo, si me volvía con edad para ser padre de mi abuelo. – Dejemos los saltos en el tiempo, algo más... –empezó a decir Dany.
Yo estaba pensando lo mismo, esa cosa, se relaciona con mi familia, conmigo!. La idea me dio escalofríos.
Dany llenó nuestros vasos, y me dijo – Hay que seguir leyendo, si querés lo hago yo -. – Para qué? -. – Para entender dónde estamos parados, para ver si Tony vuelve a hablar del tema en América -, explicó pacientemente. Tenía razón, le alcancé el cuaderno.
Dany leyó en silencio un rato, por fin dijo – Creo que acá hay algo -. Lo miré expectante. – Bueno, es una anotación del año 16, no es muy claro, solo dice que siguió a sus hermanos por la noche, y cree que están construyendo algo -.
Sus hermanos eran mayores, él tenía entonces 14 años, su hermana menor murió de alguna clase de fiebre a los 4 o 5 años, recordé. Lo cual no aportaba mucho. – Dice qué estaban construyendo? -, pregunté.
Dany continuó la lectura. – Hay un salto de un par de meses, después relata que intentó detener a sus hermanos, no dice si lo logró -. Algo en mi interior me decía que no. – La última hoja de este cuaderno es de Noviembre del 16, dice que cree haber convencido a Marco, pero no a Paolo -.
Dany leyó la tristeza en mis ojos. – De este cuaderno, arriba hay muchos más, podría haber alguno suyo, no? -. Tuve que admitir que tenía razón.
Aquella noche me acosté con una mezcla de sentimientos encontrados, dormí entrecortado, aunque no recuerdo que soñé.
Dany tenía razón, encontramos otro diario de Tony. En una anotación de mediados del 17, dice que se alegra de poder estar con Marco, no vuelve a mencionar a Paolo.
Revolviendo papeles, encontramos un sobre, ajado y viejo. Decía: “A mi hijo, Alberto”. Otra vez, estaba temblando, le di el sobre a Dany. Era la última carta de mi abuelo a mi padre.
Dany abrió el sobre, separó unos papeles para mirarlos después, y me preguntó si quería que leyera la carta. Asentí con la cabeza. Yo sabía que la carta debía tener horrores de ortografía, ya que el abuelo casi no pudo ir al colegio.
Dany desdobló el papel gastado (pensé, cuantas veces la había leído papá) con sumo cuidado, me miró, y empezó a leer:
“Hijo mío:
Ojalá se me hicieran más fáciles estas palabras, pero no es así.
Sabe que mi padre (su abuelo), murió siendo yo chico. Cuando llegué a estas tierras, además de los piojos, el hambre y los recuerdos, traje un par de libros de mi abuelo (son tuyos).
Yo no pude estudiar, pero, desde algo que vi a los 11 años, supe que tenía que averiguar ciertas cosas. Marco y Paolo, aprendieron por su cuenta (no es así, tenelo por seguro, como deben hacerse las cosas).
Tu tío Marco me dejó, antes de morir, el año pasado, varios libros que él pudo ir adquiriendo (también son tuyos). Yo, por mi parte, aún sin poder leer algunos, o entender otros, fui consiguiendo varios volúmenes. Espero sinceramente que te ayuden. Sé que varias veces me preguntaste por aquello. Intentaré responderte lo mejor que pueda dentro de mi ignorancia.
La “ventana”, hijo mío, es un ojo. Pero también es una Puerta, que permite movimientos de una a otra dimensión, incluido, el tiempo.
Pero, CUIDADO, los portales de esta clase son muy peligrosos. No deben ser usados, bajo ninguna circunstancia, excepto por Aquellos con largo entrenamiento, y, ni siquiera ellos, están completamente seguros.
Me fue imposible impedir que Marco construya El Portal. Al menos, logré evitar que lo usara.
Hijo, espero que puedas aprender de los errores del pasado. Recuerda, mientras permanezca “oscurecido”, el ojo no ofrece ningún peligro. En cuanto al Portal mismo, ya lo sabés. Lamento sinceramente dejarte esta carga. Te ama.
Tu padre.

Cuando Dany terminó de leer, volvió a plegar la carta cuidadosamente. Yo sentí algo tibio y salado en mis mejillas, y supe que estaba llorando. Esperó en silencio a que me calmara. Luego, miramos el contenido del sobre, había algunas instrucciones sobre como mantener El Portal cerrado, y el ojo “ciego”. Además, inscripciones similares a runas que no comprendimos, por supuesto.
Lo más extraño, eran un par de dibujos. Uno de ellos representaba el Portal, con todo detalle. El otro, sin dejar de mantener un parecido notable, mostraba sutiles variaciones, percibidas más que con la vista, como sensación de inquietud y malestar indefinidos.
Volvimos a guardar todo en el sobre.
De pronto, sentí una honda pena por mi padre, a quien realmente nunca conocí, y por su pesada carga (aunque no entendía del todo las palabras de mi abuelo.
Se había hecho tarde, así que decidimos continuar al día siguiente.
Amaneció gris y frío. A mí me gustó particularmente el sol, pero desde los últimos acontecimientos, lo sentía un aliado (aunque suene infantil, como una “protección”).
De todas formas continuamos con nuestra tarea. – Al menos sabemos, aunque sea en parte, de dónde salieron los libros -, dijo Dany.
Volvimos a revisar papeles y “diarios” inútiles. Cerca del mediodía, descubrimos que algunas de las fichas, pertenecían, a autores de otros tantos libros, la mayoría desconocidos para nosotros.
Por puro azar, dimos con las fichas de Tony y sus hermanos. La de su hermana menor, muy breve, consignaba fecha y lugar de nacimiento y muerte (que más se podía agregar de una niña de 4 años).
La de Tony, la más extensa, además de aportar sus datos filiatorios (incluido casamiento e hijo), traía una pequeña crónica de su vida antes, y durante la guerra, el espantoso viaje. Y, agregaba, algunos “descubrimientos suyos”, así como los libros que dejaba, y algunos consejos a sus descendientes. En la de Marco, se mencionaba el hecho de su osadía (o estupidez), que por poco le causa la muerte. Por más que la buscamos, no pudimos hallar la ficha de Paolo. Como si hubiese sido borrado de los registros, quizá fuera solo casualidad. – Busquemos más fichas -, sugerí.
La única idea de nos iba quedando más o menos clara, era la de algo así como una “carga”, o “maldición”, que parecía pesar sobre mi familia.
Entre la mezcla de documentos y afines, di, en forma totalmente accidental con la de mi propio padre. Dany la leyó. Además de los datos conocidos, aparecía el hecho de “tener que hacerse cargo” de la pesada carga. – Pero, qué quiere decir exactamente? -, casi gemí la pregunta. – No estoy seguro, pero creo que lo sabremos en breve -, contestó enigmático Dany.
Ya casi estábamos cerca de nuevo atardecer. Al abrir y cerrar bruscamente los cajones del escritorio, algo cayó al piso. – Qué fue eso? -, se sobresaltó Dany.
Me agaché a recogerlo sin darle mayor importancia. Era un sobre celeste, el cual apoyé sin mirar en el escritorio.
Al bajar la mirada, sin intención, mis ojos quedaron frente a frente con el sobre que acababa de levantar del piso sin prestarle atención.
La apariencia del mismo, comparada con otros que habíamos visto antes, lo hacía poseedor del título de más o menos “reciente”.
Miré el encabezado, y casi quedé perplejo. Lo comprobé unas cuantas veces, no parecía haber error. El sobre iba destinado a mí.
Aún antes de dar vuelta el sobre, supe de qué se trataba. Era una carta de mi padre.
Sin decir nada, le tendí el sobre a Dany. Él jugó con el sobre entre sus dedos un rato, casi como “esperando” mi decisión (o, al menos, eso me pareció).
Bueno, de alguna forma, todos estos días, creo que, aunque fuera como fantasía, había pensado, imaginado, una carta de mi padre.
No terminaba de hacerme una idea. A fin de cuentas, un contador cuarentón (en breve), aburrido, solitario, sin nada que perder...Por alguna razón, esto último, cierto ciento por ciento, despertó algo de mi anestesiada curiosidad. – Entonces, él quería que yo encontrara la carta? -. – Supongo, porque escribirla sino? -, contestó mi amigo. –Para qué esconderla, entonces? -. Mi mente era un caos.
Dany seguía sosteniendo la dichosa carta. – tal vez tenías que saber otras cosas antes -, dijo. Quizá fuera así, y él tuviera razón. Estos últimos días habíamos compartido una serie de “revelaciones” increíbles. Los dos sabíamos que esto nos unió de una forma especial, por otro lado, si quisiéramos contarlo, probablemente nos encerrarían.
Hice un gesto, casi imperceptible a Dany, quien abrió el sobre. – Dale, por favor -, pude susurrarle. Él leyó:
“Hijo:
Me resulta terriblemente costoso escribir estas líneas. Lo he demorado todo lo posible, pero siento que se me agota el tiempo. Quisiera no tener que hacerlo, pero no hay otra forma.
Si estás leyendo es porque “aceptaste” el desafío de lo que sentís dentro como deseo de saber. Espero que no estés solo. De verdad, siento haber estado alejado estos años.
Creo que sabrás por el diario de tu abuelo (no solo de su dura historia), sino de eso, que él relata haber visto en su infancia.
Aún me duele aquel momento en que estuviste tan mal de chico. Espero, sino ahora, en algún momento puedas comprender que solo intenté protegerte. Y, sí, (aunque nunca lo hablamos), “no viste” una ventada desde el fondo porque no existía (entonces).
Habrás notado la colección de libros que fuimos reuniendo a lo largo de los años. En mi caso, con el único interés de encontrar un modo de “cerrar” para siempre el Portal, o mejor aún, destruirlo. En esas cosas se me fue la vida, pero, ya ves, no he podido conseguir mi objetivo.
En definitiva, hijo, intenté liberarte de “nuestra carga’. Ahora me encuentro, vencido, viejo y ya sin fuerzas.
Como realmente no estoy seguro de que hayas comprendido el alcance de mis palabras, trataré de explicarme:
Los hermanos de tu abuelo, Marco y Paolo (aprendieron, no sé como, ni de quien, el modo de construir el “ojo- puerta”), al llegar a América, quisieron “probar suerte”.
Tu abuelo intentó convencerlos de lo peligroso que podía resultar.
Al parecer, Paolo murió (o, desapareció, o “algo”, producto de su imprudencia).El abuelo nunca quiso hablar de él (pensé en la “ficha” perdida).
Marco, por su lado, lamentablemente construyó esa abominación (tu abuelo lo convenció de no usarla). Entre ambos, buscaron la forma de mantenerla “inactiva”.
Junto a esta carta hay un par de instrucciones que deben ser respetadas siempre, para evitar correr ningún peligro. Sobre todo, no toques ni muevas la ventana.
Espero puedas perdonarme, tu padre que te quiere.

Busqué con la mirada a Dany. En sus facciones que se tornaban grises, leí las mías. – Pero dicen que no hay peligro -, gemí como un chico.
Repasamos las instrucciones, no habían variado desde los tiempos de mi abuelo: el ojo debe estar “cubierto” (la cortina parecía funcionar).
En cuanto al Portal, parecían sugerir que debía evitarse cualquier perturbación en esa abominación que simulaba una ventana.
Entonces, noté a Dany muy pálido, temblando. Al tratar de ayudarlo fui consciente de mi propio terror. Casi nos movimos al mismo tiempo (supongo que, ambos sentimos las macabras e inmensas implicancias). Llegamos al baño tambaleándose él, yo no recuerdo más que estar bañado en sudor. Vomitamos juntos. Aún temblando, acurrucado en un rincón, me alegré realmente, por primera vez de no tener hijos.







Texto agregado el 28-10-2003, y leído por 409 visitantes. (0 votos)


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