Luego, a la intemperie, se quedó mirando al vacío. Como si nada hubiera pasado, recolectaba imágenes. Pedazos de una realidad que ya no le pertenecía. Con la convicción de que ni esa muerte tenía que ver con él.
Juan era temeroso. Lo venía haciendo en silencio desde el primer día: Se lamentaba por estar solo. Pero le daba pavor encontrar a alguien que lo sacara de ese estado ya familiar, en donde se entendía bien. Quería pero no quería. Así era, inseguro. Solía decirse, esa extraña costumbre, que más vale vacío que sufrir el dolor de una pérdida. Para que abrirse si eventualmente, todo termina en ruinas. El no tenía padre ni madre ni familia, ni nada. Amigos, muy pocos, contados. Le costaba abrirse y si lo hacía ya no se sentía cómodo. Ese tipo de exposición dejaba a la luz un ser vulnerable.
Había pasado años tratando de olvidarla y hasta lo había logrado. Ya no tomaba, no había bebido ni una gota hasta ese momento. Por casi ocho meses se mantuvo sobrio. Psicólogo de por medio, lloró como un niño y se culpó por haberla perdido. Hasta le empezó a gustar que se refirieran a él como un “discapacitado emocional”. No sabía bien lo que significaba, pero creía que era detrás de esas palabras difíciles en donde uno se sentía más a gusto, porque no las podía explicar. Eran la excusa perfecta para no recuperarse nunca más. Nadie esperaba mas nada de él ya.
Sólo por eso decidió superarse, porque si fracasaba ¿quién lo iba a notar? Era por él, pero sin intermediarios que lo hicieran sentir como un idiota.
Ella no había querido aferrarse a la vida. Se fue sin dudas. Decía, igual que en esa película que no podía sacarse de la cabeza, que la vida era como un colectivo, que uno tenía derecho a decidir cuando bajarse. Si no hubiera tenido una personalidad tan obsesiva, parecía lógico suponer, como hicieron todos, que era solamente un decir. Nadie en su sano juicio llevaría a cabo el plan de la propia muerte, anunciándola, pero no para salvarse de ella, sino como un hecho. Sin retorno.
La familia de Laura había dejado de hablarle, casi imperceptiblemente hasta que se convirtieron en unos desconocidos.
Cuando se conocieron él, que era hijo único, se había dejado mimar y adoptar por su familia política. Lo consideraban un hijo más. Pero ella ya no estaba. Había elegido otro camino, sin pensar en él. Estaba solo como antes de conocerla, como juró que no volvería a estar jamás.
Desde el día en que ella se había despedido del mundo, el vivió por el recuerdo, se repuso por la memoria de quien alguna vez lo rescató. El sí anhelaba esa salvación, esa familia y ese amor que le habían prestado sólo por un rato, para arrebatárselo mezquinamente de la noche a la mañana. Por locura, en estado puro, la mas peligrosa, aquella que estuvo celosamente encubierta, hasta que una película sobre un suicidio anunciado la despertara.
Después todo era borroso, como un sueño.
Sabia, por simple intuición, que debería haber rechazado la invitación a esa fiesta, “aunque fuera verano o aunque fuera tiempo de conocer a otra persona”.
No importaba cuánta gente lo rodeaba. Ninguna era Laura. Nunca se había sentido tan solo, como ahora, en esa oscuridad bulliciosa. Nada tenia sentido, pero, de pronto, todo.
Salió, respiró hondo, tomó otra copa de vino, la quinta después de ocho meses. Estaba agradablemente borracho. Pero todavía podía contar. Sus ojos estaban como dormidos en un punto fijo; se obligó a levantar la cabeza para mirar a la luna por última vez: “Ya estoy con vos Lau.”
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