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Levantó su copa hasta la altura de los ojos y miró a través de la parte del vidrio que no contenía el vino rojo. Tal vez, todo sí dependiera del cristal con que se mire, se dijo, con la conciencia nublada. Le parecía, tarde ya, que había bebido demasiado. Todo para deleitarse con las figuras deformadas de los comensales que lo rodeaban. Para empezar, el alcohol era para él una técnica de inspiración, que aunque deplorable y vergonzosa, no cesaba de gran efectividad.
Se esforzaba por quedarse callado para no hacer papelones, de los que su mujer lo acusaría luego de que todos se hubieran ido más temprano que de costumbre perpetuando las excusas de siempre, cuando la realidad se repetía una vez más: Antonio estaba borracho.
Al día siguiente, lo supo cuando abrió los ojos: otra historia esperaba nacer. Tanteó la mesa de luz a ciegas. No tenía el coraje para abrir los ojos. La cabeza le dolía demasiado. Agarró el cuaderno que siempre dormía a su lado y dijo: Lo primero que lea será el tema de mi próxima creación: “La vida no depende de los grandes sucesos, sino de los hechos minúsculos, cotidianos e irrelevantes que van tejiendo la trama de nuestro día tras día.”
Una vez más se sorprendía a si mismo por haber escrito de corrido un pensamiento tan profundo... que ni siquiera recordaba. Y, con un poco de suerte y trabajo, también sorprendería a los demás. ¡Ay!, si tan sólo descubrieran la manera que él tenía para llamar a la reflexión… sería bochornoso.
Seguramente, decía, si no hubiera tomado accidentalmente demás aquel día anecdótico no se hubiera percatado de cómo su mente fluía hasta que sus dedos tipiaran casi ajenos, por inercia, lo que después sería un best seller.
Patético, opinaba su mujer, quien para él era un personaje memorable, ya que, sin intención alguna, con su desaprobación, ella despertaba en Antonio un espíritu vívido, opositor de las propias ideas que su mujer deseaba imponerle a toda costa. Se reconoció a si mismo como un guerrero, más fuerte de lo que se hubiera creído jamás. Entonces, su día a día era un tire y afloje constante. Pero se entendían y se querían.
Era emocionante pensar de esta manera. Su vida era lo que era por un encadenamiento de hechos tan poco importantes como definitorios. El había golpeado la puerta de la casa de Azul, listo para salir. Ella esperaba a alguien, a otro. En realidad, le contaría después, pensó que él se había adelantado media hora, lo cual parecía medio osado para una primera cita, pero tenía su encanto. Ella lo llamaba Pedro. A la tercera vez, él, que todavía no la había nombrado, le dice, divertido: Me llamo Antonio eh... Ella, lejos de incomodarse, le pegunta: “Y yo, ¿cómo me llamo?” María, contesta él. Ella se ríe y le dice “Soy Azul eh.” Decidieron, cuando el sacó el papel con la dirección de su bolsillo, que si un 3 se podía confundirse con un 5, estaba escrito que debían salir. O, en todo caso, él lo escribiría años después, aunque todavía no lo sabía.
Sólo reconstruir para la ficción cómo se habían conocido, le hacía darse cuenta de que la arbitrariedad y el azar también determinan, con pasos pequeños, día a día, lo que uno es al final.

Texto agregado el 18-11-2005, y leído por 86 visitantes. (0 votos)


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