El cielo caía en una mirada melancólica que se apoderaba de todo; los ruinosos techos de las casas, el impalpable asfalto derretido con los pasos, las siluetas de los transeúntes agobiadas en sudor. Como una humareda de quejas, el calor administraba las dosis de su mercancía, en el deambular ajeno de la gente. Pero tu estabas allí, dorada por los soles de la siesta que lamían el recorrido de tu cuerpo atrapado en un banco de la plaza, en donde siempre te encontraba con tu piel tallando los silencios de la tarde, solitaria y lectora. Disfrutaba del sonido de tu vida latiendo en el infinito de los árboles, al viento susurrando mis deseos en el recoveco de tus horas, en esa paz que me brindabas con solo detenerte un instante dentro de mí. Y la brisa rondaba el hemisferio de tus labios, murmurando inquietos las letras y las frases que algún autor tejía en tu imaginación al borde de las manos, tendida con las sombras de las copas que arrodillaban su frescor en la espesura. Yo te miraba en la pasividad de mi temor, paralelo al agua de la fuente que suavizaba los deseos, a veces vos también lo hacías, encapsulando tu temor en un vuelo abstracto de ilusiones; hasta que me animé a hablarte. Y tus pupilas grises se extendieron dentro de mis ojos para encontrar el eco de las sílabas, perdida en un relato ajeno que suavizabas en un ronroneo meloso. Tu rostro se cristalizó en el sonido de mi boca que no cesaba de hablarte, mientras tus manos se aferraban a las hojas en relieve de tu libro escrito en Braille. Me sonreí, como aquietando el nerviosismo de mis dedos, que comenzaban a recorrer el mundo de los tuyos y tu mueca se hizo cómplice cuando mi silencio se fugó dentro de tu voluntad.

Aún hoy estamos juntos con un hijo de por medio, compartiendo la tibieza de los soles que bañan nuestros cuerpos en el parque. De vez en cuando tu mirada resplandece en mi retina como un ave pasajera que enaltece mi felicidad, otras, solo disfruto en compañía de lo que más amo.

Ana Cecilia.