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Tu naciste en el seno de una familia pequeña, apenas cinco miembros, en cambio, la mía estaba conformada por quince. Tu madre era profesora de carrrera y tu padre, un reconocido hacendado. La mía era una simple ama de casa y lo que el día trajera era la única fortuna de mi progenitor. Tu siempre dispusiste de la muchacha de turno para que te cocinara, te lavara, te planchara, te vistiera y te condujera a la escuela. Tuvo ésto, necesariamente, que haberte desarrollado un concepto jerárquico de tu entorno humano. En casa, por el contrario, parecía que todos deberíamos de hacerlo tódo. Y la aventura estaba en que nada estaba. Ése fué, seguramente, el origen de una visión y una valorización social diferente de la tuya.


El haber tenido que pelear por el valor de cada centavo en la pulpería, más que honrar cada gota de sudor de mis padres, me permitía crecer con el concepto de que lo que vale de las cosas es más bien la búsqueda, que el conseguirlas. Para tí, las cosas, simplemente, llegaban y el saber cómo, no era tu problema. Si alguna vez, alcanzaste a preguntártelo, algún proceso mágico estuvo envuelto en la elaboración de tu posible respuesta. Tú gran percance era tener que escoger y el mío, el tolerar él no tener opciones. Por éso te gané en el aprendizaje de que la felicidad no está en el querer tener, sino en el querer lo que se tiene.


Nuestra llegada a la escuela marcó con más profundidad lo que yo percibía cómo una diferencia. Tú tenías la maestra en casa, la persona con los conocimientos, pero sin la disposición. Yo, sin embargo, tenía la disposición sin los conocimientos. ¿Quién tuvo la ventaja? Realmente nó sé, pero si tuviera que escoger ahora, optaría por la que me tocó vivir. Seguro que el nombre de élla pesaba mucho al momento de calificarte, pero preferí que fueran mis calificaciones, las que le dieran peso al nombre y hasta al apellido de la mía. Recuerdo que tú vestías y yo me desvestía. No niego que las ropas que exhibías eran envidiables, pero hoy envidio la destreza de mi madre, para de un trapo viejo y después de una larga batalla con su vieja Singer, lograra unos estuches para meter mis piernas y mis brazos. ¡Qué proeza!.

El catecismo en la vetusta iglesia Santa Ana probó lo mucho que valía tu nombre. Nunca fuiste y por ende, nunca tuviste el ticket que cada sábado me perforaban como prueba de mi asistencia. Al final, mayor cantidad de hoyos significaba mejor regalo, pero a pesar de que tus manos estaban vacías y muy a pesar de que quién 'clasificaba' era mi vecino, el 'güayo' que presenté sólo me permitió regresar acompañado del más ingrato de todos los juguetes que ha concebido el hombre: una chicharra. Es un pedazo de hojalata doblado en ángulo agudo que se sostiene entre el dedo índice y el pulgar y que al flexionarlo, produce un sonido desagradable y estúpido. Luego, cuándo se autodesflexa, reproduce el mismo ruido. Mientras tú, amigo, atravesabas la calle La Cruz, dando saltos y detonando dos rollos de mito con tus cachas blancas, cuyas cananas pendían de tu cintura.

Al fin, llegó el día de la primera comunión y, por supuesto, cuántos halagos te ganó tu traje blanco. Cierto, que no cabías por el pasillo central de la nave, por dónde nos tocó desfilar hasta las barandillas del altar mayor. Yo con el resultado de la lucha entre un pedazo de dril y el cangrejo de la rompe hilos de mi vieja, te permitía el contraste perfecto. Tu lujo era único. Marchábamos solémnemente, al tiempo que entonábamos el no 'llores, Jesús, no llores, que nos va ha hacer llorar y los niños de éste pueblo, te queremos consolar'. En verdad que en mi interior y en aquel momento yo ví llorar a Jesús, pero no podía enteder porqué lo hacía. El acto Eucarístico concluyó y las monjitas del asilo, nos tenían un premio: el desayuno. De repente, parece que me torné interesante para ti. Tu cálculo fué perfecto. Ciértamente, ésas rebanadas de pan de emparedados, saturadas de incrustes de una especie de 'potted ham', tendrían que haber lucido muy extrañas en las manos de un comedor de pan de agua. Del mismo modo, la llegada a las mismas, por primera vez, de un vaso higiénico(desechable)colmado de cocoa y con tapa removible, de seguro que entorpecieron a unos dedos diestros en ejercer la triple función de tenazas, termómetros y agitadores con los jarros de tisana que me mandaba cada mañana. Fuiste preciso al descifrar mi incertidumbre. Tal vez, cruzó por tu mente aquello de que burro no come bizcochito. Te salió tódo tan bién, que te ví apurar tu porción, tánto cómo incorporabas a tus ojos una imantación, que poco faltó para que succionaran mis alimentos. Pero ésto último no fué necesario, porque voluntariamente te los dí.

Luego llegaron los tiempos de hacer deportes. ¡Qué destreza la tuya! Tódo, a pesar de ser tan pequeñín, te salía bien. Aúnque, a veces creo, que lo tuyo fué carencia de miedo escénico. El haberte alimentado tempranamente tu ego, tuvo que haberse traducido más tarde en seguridad. Los alimentos y la vitaminas no pudieron alterar el patrón que tendrían que seguir tus extreminades. En verdad creciste poco. Mí caso, por el contrario, fue el de vivir grandes estirones físicos, pero y muy a pesar de la habilidad que sentía me era innata, me acompañaba el pánico al público que en poco tiempo aniquiló las ganas que tenía de superarte en el basquetball. Parecías un ratoncito perseguido por grandes gatos, los cuales, escabullías muy bién para lograr tus canastos de bacinillas. Tu ibas y venías y metías. Mientras tanto, yo, me conformaba con ser parte del rectángulo humano que enmarcaba tus hazañas. El Baseball me devolvó la alegría y si por la misma razón brillé poco, fué un gran consuelo él visualizar que un bate en tus manos sería menos que ridículo. Parece que lo entendiste a tiempo y me privaste de un gran placer. Meses después, lejos de casa descubrí algunas facilidades para jugar Pin Pón. Era un Club deportivo y cultural que para sus miembros disponía de una mesa y que para conseguir un turno, era necesario retar tódo un largo día. Pude ver jugar más que practicar, propiamente hablando. Sin embargo, algo tuve que haber conseguido, para sentirme con ánimo de sorprenderte, pero el sorprendido fuí yo. Tu disponías de una mesa con toda las de la ley en tu propia casa. ¿Qué podría mostrarte un pinponista teórico, si la práctica es el criterio de la verdad?

Andando los días y las noches, llegó la época de las novias. ¡Cláro que al ser centro de atracción, tuviste que haberlo sido primero que yo, para el sexo opuesto!. Un primor de niña externó que tu eras su hombre en un tiempo dónde éllas significaban un temor insondable para mí. Élla era simplemente linda y delicada, pero tú suponías a tu mundo por las nubes. Ni siquiera notaste que el cielo te obsequiaba un ángel. Pero yo, con los pies hundidos en el fango, entendí que con ése material, Dios, tuvo que haber hecho algo para mí también. Y así fué: hoy, yo tengo lo que quise y tu no quisiste lo que te fué dado. Ahora, nó sé qué de ésos años es para ti una carga, pero con gusto cargo lo que éllos me dejaron.

Con dolor recuerdo lo que pasó con el aprendizaje del inglés. Tu tenías por las cercanías de tu casa a doña Isabel y yo una bulliciosa gallera. Ésa maestra de tan atractiva lengua, era de origen jamaiquino y de seguro costaba buen dinero ser parte de su quinteto. En una modesta sala que daba hacia la calle, élla presidía un dilecto grupo de estudiantes de la lengua de Shakespeare, cuya concentración, estropeaba mi espíritu. Cáda cuál, con un inmenso manual abierto y élla observando por encima de sus gafas cada inflexión de sus lenguas. Quién así no aprende, debe morirse, me hacía comentar la ansiedad. Es la manera ideal de aprender un idioma foráneo; sólo cinco alumnos y la institutriz allí a quemarropas, pero más aún: élla lo tenía(el inglés) cómo su primera lengua. Pero ¿cómo aspirar a tan alto privilegio? Para estar sentado ahí, no bastaba el dinero. Se necesitaba apellido y prestigio y un prestigio cómo el de tú madre: ser colega de la de Kingston. Oirte traducir las canciones de Los Beatles y The sound of Silence, me puso, de veras, muy triste. Yo también quería ser culto y ,además, tener poder de convocatoria. Pero qué pena, que tuve que conformarme con sólo conocer las dos canciones que en séptimo grado, nos enseñó, doña María. Fueron God Bless America y John Brown Has Ten Little Indians. Qué la segunda núnca quise cantarla por ser tan tontita en su contenido literario y la primera me impuso una espera de cuarenta años para entender su uso. Luego te perdí de vista y el tiempo me hizo un hombre independiente económicamente y por éllo creí que podría tocar la puerta de la jamaiquina en busca del gustazo de ser su pupilo. Lo hice y cuándo mi respuesta fué: nó, para mí, no sólo élla, sino, el quinteto de turno, rieron hasta lo indescriptible con mi ridiculez. ¡Cláro! Qué élla me preguntó! qué si las clases que solicitaba eran para un hijo mío. Pero ¡vaya ironía! Lo que me negó la isleña, aún pagándole, ahora lo recibo gratis de 260 millones de maestros continentales.

Nó sé, amigo, pero que gratificante ha sido el haber sido distintos. Desconozco tu rumbo y hasta he perdido contacto con el suplente de tu amistad, quién cuál premio, fue parte de mi ambiente y dividimos noches de rondallas, días de campos, horas de llantos y minutos de pininos artísticos: tu hermano menor. No podría ser igual.



Texto agregado el 17-11-2005, y leído por 338 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
21-06-2006 la vida misma nos presentas, lo mismo allá que acá, lo mismo ninguna diferencia, un relato relatado en primerapersona que da dolor, dan deseos de mandar al carajo a tantos y tantos, pero, nos epuede hacer, tan solo algun dia cambiarán las cosas y habrá un mundo posible diferente. curiche
21-06-2006 voy a dejar estrellas primero***** curiche
07-04-2006 Un trabajo muy bueno. Yo he notado dos tonalidades en él, una al inicio que cambia en medio de la historia y luego se recobra la tonalidad inicial en su final. Al principio y final nos transmites simpatía por el personaje que con menos medios alcanzó mucho en la vida, tuvo la suerte de luchar por si mismo, de ganarse a pulso todo pues nadie le regaló nada, aprendió a valorar lo que tenía y eligió el camino de la felicidad. En medio, noto la presencia de la envidia y eso rebaja mi admiración inicial, (no envidies a quien todo lo ha tenido sin tan siquiera saberlo) Hay ideas preciosas, me quedo con algunas: "...la felicidad no está en el querer tener, sino en el querer lo que se tiene". "...preferí que fueran mis calificaciones, las que le dieran peso al nombre y hasta al apellido de la mía." etc... Enhorabuena y... 5* Claraluz
17-11-2005 Un final un tanto desconcertante... Melvin, su hermano mayor? Muy acertadas las distinciones tan buenas que haces entre clases sociales, y cómo llegar, aún con más esfuerzo, a los mismos niveles siendo más pobre o más rico. Mucha fuerza de superación posee el protagonista. ***** Puccca
 
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