Kumbala huyó hacia los montes. Esta fue una reacción voluntaria suya, un gesto exento de cobardía, puesto que en los montes existe mayor peligro que en la placidez de la selva. Lo suyo fue sólo el ejercicio de una madurada comprensión, el darse cuenta que su presencia ponía en peligro las creencias atávicas de su pueblo.
Kumbala había leído gran cantidad de libros y esas ideas, que al principio le parecieron aterradoras, poco a poco fueron despejando su entendimiento. Supo que el mundo no sólo era esa región verde, sino que se extendía mucho más allá de los mares, que existía el hombre en cada vastedad, que había seres negros y lustrosos como él y otros de piel muy blanca e inacabada, seres que al parecer, avergonzados de su aspecto, se cubrían de pies a cabeza con exóticas vestimentas. Los libros que cambiaron su pensamiento y lo proyectaron mucho más allá de su origen, llegaron misteriosamente a sus manos, acaso producto de un naufragio. La tribu, absolutamente salvaje, desechó cualquier importancia a esos fajos encuadernados, pero un viejo casi centenario de piel olivácea, un paria acaso, llegado de alguna lejana tribu, vio en los ojos de Kumbala esa chispa que distingue a los hombres inquietos de los comunes y le enseñó a juntar letras y de este modo aprender la herramienta que le despertaría el entendimiento. El anciano le habló de repúblicas, de sociedades establecidas desde que la tierra tenía nombre, le enseñó que esta se divide en enormes continentes, que existe sobre su faz la inconmensurable riqueza y la pobreza más indigna. Le habló de los idiomas, de las costumbres y creencias. Lo introdujo en el mundo de las ciencias, le enseñó el secreto de las profundidades oceánicas, de las remotas galaxias y del insondable universo. Todo esto lo asimilaba en su mente el maravillado Kumbala, quien, a poco andar, comenzó a cuestionar los ritos y creencias de su tribu. Trató de darles una explicación acaso más racional, argumentando cada aspecto de esas costumbres y quiso re escribir la historia de su pueblo, mas, fue proscrito por esos nativos furibundos. Algunos lo tildaron de pagano y la mayoría estuvo de acuerdo que la locura se había apoderado de su cerebro.
Fuese como fuese, aquel pueblo jamás volvió a ser el mismo y Kumbala, odiado y aislado por sus semejantes, comprendió que era otro el lugar que le aguardaba y recogiendo sus pocas pertenencias, puso distancia entre ese pueblo atemorizado y sus ansias de tocar las interminables alas de la sabiduría…
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