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UNA MEMORIA NUEVA

Ella sólo quería una cosa, una memoria nueva por Navidad. La mañana se enfriaba en los posos de un café del día anterior y siguió pensando que había fracasado, que nunca habría uno de esos amores para ella. Abrió con cuidado la puerta y, mientras esperaba el ascensor, se acordó de que olvidaba el mechero negro. Recordó la carta, porque el negro le recordaba a él.
El día estaba raro, a veces sol y a veces niebla, pero siempre viento, siempre mucho viento. Llegó tarde al trabajo, un viejo autobús llegó a deshora a una insulsa parada y un conductor medio borracho se comió la farola de la esquina. En fin…, un gran comienzo, se dijo. El resto del camino a pie y, cómo no, con el consiguiente bufido del superintendente de turno, un estúpido catalán que sólo sabía organizar horarios y mentir en las reuniones. Elena se sentó inquieta en su porción de mesa, se ajustó los guantes y desenvainó la lupa de aumento: hoy había más perlas para contar de lo normal. Recordó la carta, porque él nunca le había regalado joyas.
El día pasó estable y tranquilo, pero su cabeza hervía a borbotones, anoche había leído la última carta y había llorado tanto que le dolía el abdomen. ¿Qué había sido de aquel amor que juraba no olvidarla? ¿Y qué había pasado con aquél que nunca lloraría por no poder recordarla? Habían pasado tres largos años y las heridas aún le dolían como el primer día. Todo había acabado de manera tormentosa, había sido inesperado y triste, muy triste, y Elena no dejaba de recordarlo cada día. Se decía a menudo que vale, que podía pensarlo las veces que quisiera, que era lícito sufrir de amor (incluso morir de ello), pero lo que no era bueno era hacerlo siempre con la misma intensidad. Claro que no, uno no puede enamorarse, volverse loco, perder la memoria y abandonarse, de repente, al más absoluto abismo de soledad sin antes haberlo pensado, sin haber medido antes las consecuencias de tal desastre. Y, una vez mesurado esto, debe aprender que las cosas duelen menos cada vez, que los sentimientos se van apagando y que no hay que alimentarlos cada mañana, como si uno siguiese enamorado. Las mujeres son cabezotas hasta en eso, se empeñan en seguir amando cuando ya no hace falta.
Sonó la alarma y una ingente masa de mujeres histéricas salió de la fábrica. Entre ellas Elena, que recordó la carta porque los gritos le recordaban a él. Se metió en el autobús del borracho y, tras un largo recorrido por una playa de sobra conocida, bajó a tomarse un café en el bar de la esquina de su casa. Tenía nombre francés y un gordo camarero de origen somalí que gritaba enloquecido al escuchar cualquier canción de José Feliciano. Elena bebió el café recordando los modales de su madre y fumó sin ser ella, fumó siendo su tía o su padre o cualquier alguien de la calle, y sonrió como su compañera de pupitre en séptimo curso… Había hecho tantas cosas desde otros cuerpos que se olvidó de limpiarse las lágrimas como sólo ella sabía hacerlo. Volvió a pensar en Laponia, y en lo curioso que le resultó que nadie sintiese frío allí. Recordó la carta, porque el frío le recordaba a él.
- Disculpe señorita, son más de las once y voy a cerrar, ¿le sirvo algo para llevar?- dijo el camarero somalí, con la voz más dulce y complaciente que había oído jamás.
Elena comprendió, ingrávidamente, que había estado más de cuatro horas con un café, mirando por la ventana, recordando una carta que había llegado a su buzón hacía ya tres años. Que no era capaz de olvidar, que no era capaz de separar de su rutina. Tenía que irse a casa, no era cuestión de avasallar al pobre camarero con una perorata como la que le soltó al del bar irlandés de la plaza Porlier el día antes del anterior. Le miró con ojos dulces y suspiró:
- No, muchas gracias caballero, lo que yo necesito se enfría de camino a casa. Mañana vendré por más.

Texto agregado el 17-11-2005, y leído por 100 visitantes. (0 votos)


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