¿Quién quiere vivir mil años? Alguna vez quise, pero ya no. No después de vivir siglos que no puedo contar porque siempre es mediodía, siempre el mismo mediodía, siempre las mismas caras detenidas en el tiempo, siempre el mismo sol, siempre yo, siempre solo y acompañado, desesperado en mi obsesión.
Ahogado en el aburrimiento de un día que hice eterno, busqué el reloj que mi abuelo me dejó, el mismo que tenía grabada la sentencia que nunca debí leer: ERUS HOROLOGII DOMINUS TEMPORIS ERIT, “el dueño del reloj será el dueño del tiempo”.
Jugué con las agujas. Las llevé hacia atrás y todos los relojes retrocedieron. Las llevé al mediodía, todos los relojes me siguieron, y ella entró en casa. Discutimos. El reloj cayó, se rompió y todo el universo se detuvo. Ella, el reloj, y todos los relojes. El gato, los autos, los pájaros y el viento. El fuego, el ruido, el sol, no sé si Dios. Todo el universo excepto yo, que recuerdo todo, que perdí el olvido, que olvidé el miedo y la cordura, y que en mi única obsesión tengo millones de fracasos como relojero.
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