Hay un espejo escondido en el sótano de mi casa. No es que esté roto o que no sea digno de ser exhibido, tampoco se trata de un espejo de baño. De hecho es un espejo que a simple vista es una obra de arte muy atractiva, de un estilo que sin ser característico del barroco, lo evoca en algunas de sus líneas, no obstante lo cual transmite una sensación estremecedora, al mejor estilo del romanticismo trágico de Delacroix o Gericault. Nunca supimos su origen. Durante años estuvo en la sala principal de la casa, hasta que alguien, años atrás, comenzó a notar un detalle aterrador... al estar observándose durante unos instantes, la imagen comenzaba a envejecer cada vez más rápido.
Al principio, este efecto era casi imperceptible, y nadie podía decir que había notado que existiera, quizás porque al descubrirse una nueva arruga, o algunas canas de más en la sien, quien quiera que lo hiciera evitaba comentarlo con los demás, creyendo que la visión sería producto de su propio temor a la vejez, o en su defecto, asumiéndola con un alto grado de pudor. Entonces éramos jóvenes. Cuando mi madre cumplió los cuarenta años -de esto hace ya un tiempo-, mientras se preparaba para la fiesta, se detuvo unos instantes frente a ese espejo, y comenzó a llorar. Hubo que suspender la fiesta. Tiempo después, cuando el espejo ya había sido retirado y mi madre había fallecido, mi padre me contó lo que había pasado. Mi madre había visto su propia muerte.
Nunca nadie se atrevió a romper el espejo, tampoco a mirarse nuevamente en él, ni siquiera a venderlo en un remate, así que durante mucho tiempo estuvo escondido, hasta que luego de fallecer mi padre, tomé posesión de la casa y revisando las diversas pertenencias lo encontré. No quise sostener demasiado mi mirada. Lo tapé nuevamente con las viejas cortinas que lo ocultaban y salí de la habitación.
Así pasaron muchos días, durante los cuales no pude dejar de pensar en él, en la imagen que reflejaba. Si mi madre pudo ver su muerte al cumplir los cuarenta, dos años antes de que ocurriera, tal vez, echarle una mirada al espejo no sólo podría anunciar nuestra muerte, sino también permitiría de qué manera seguiría nuestra vida, incluso advertirnos sobre nuestros propios cambios, y quién sabe qué otra cosa. La idea era atemorizante. En cierta forma todos queremos saber qué es lo que nos va a pasar en el futuro, pero tener la posibilidad ahí cerca, en forma concreta, crea una extraña sensación de inseguridad en relación a cómo reaccionaríamos actuar si nos anunciara una desgracia, la duda incluso de si hacemos bien preguntándonos sobre aquello que se supone no debemos saber.
Ayer me sentí tentado a mirarlo nuevamente, pero el miedo a conocer algo de lo que no debo enterarme evitó que le quite el velo. Hoy no pude resistir el impulso.
Lo descubrí y me puse frente a él. Lo miré fijamente durante unos segundos, hasta que pude distinguir nuevas canas en mi sien. Volví a cubrirlo, pero no me fui. Un nuevo impulso me llevó a descubrirlo por segunda vez. Esta vez me concentré en un punto lejano a mi imagen, y acerqué mi mano hasta la superficie del espejo. Cuando lo toqué sentí un espantoso temor al comprobar que no tenía el frío característico del vidrio, sino que su textura era semejante a la de la piel. Por un momento pensé que lo que estaba tocando era realmente la yema de mis propios dedos, corporizados en el reflejo, y tuve un nuevo impulso irracional. Debía destruirlo.
Fui a la sala y tomé la escopeta. Cargué dos cartuchos y baje nuevamente. Me paré frente al espejo y apunté a su centro, sobre mi propia imagen, y antes de apretar el gatillo escuché la descarga y sentí el golpe en mi estómago, cayendo hacia atrás con violencia.
Debí haberlo pensado antes.
Ahora, mientras veo con horror cómo agoniza mi reflejo, desangrándose apenas más rápidamente que yo, maldigo mi suerte sé lo que debo hacer.
Con el último esfuerzo apunto otra vez al espejo, hacia un punto fuera de mi propio reflejo, que también levanta el arma, pero no deja de apuntar hacia mí, y lo último veo es la boca del cañón que dispara directo a mi cabeza.
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