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No lloraría aquella noche. No porque no debiera, no porque no quisiera: no podía. Su cara, un fiel reflejo de todo el dolor sufrido, un valle de interminables surcos reveladores, un mar de tristeza, dos grandes bolsas opacas bajo los ojos. La sola expresión de sus secos ojos todo lo decía, a aquel desgastado cuerpo ya no le quedaba ni una gota de vida, ni una lágrima más por derramar, ni un miserable día más en este mundo...
Sentada esperaba impaciente el momento que tanto había estado planeando durante los últimos años. Se escuchaban la música suave de fondo, el ruido de los vehículos proveniente de la calle y el silbido emitido por la llave del gas. Mas no existía carta, ni disculpas, ni adiós. Sólo muestra del dolor en toda su expresión. No harían falta estúpidos discursos de carácter flojo y poéticas palabras para describir todo el dolor sufrido. Nadie lo entendería, nadie acudiría a rescatarla.
Pasaban los minutos, el ambiente se iba tornando cada vez más denso. El gas actuaba con rapidez en todo su organismo, y sentía cómo la muerte venía por ella. Lo poco que quedaba de su corazón exigía un por qué. Nadie parecía responderle.
En su vida las cosas nunca fueron fáciles. Había aprendido que con dedicación podía obtener las cosas que deseara. Recibió demasiados golpes y escasas explicaciones. Lo tenía todo, y al segundo alguien se ocupaba de quitárselo. Las personas que ella más quería fueron las que más daño le hicieron, las que la llevaron al precipicio ya desde sus primeros años de razón. Amó demasiado, demasiado la amaron. Adoró y fue adorada. Sus propios triunfos la condujeron a la destrucción absoluta. En su desesperación por enamorarse, se enamoró del amor y sufrió. Y lloro. Lloro tanto que un día sus ojos se cansaron, secándose por completo como una suerte de huelga. Lo mismo ocurrió con su alma. Y su cara, sus gestos, su sonrisa, su todo. Vivió, de eso no cabe duda alguna. También se enamoró, una vez. Fueron los diez meses más felices e intensos de su vida. Luego, como con todo, terminó. Lo abandonó, intentó llorar pero de sus ojos no salió nada. Su amor, su único amor, desconsolado, no pudo entenderla tampoco. Se dejó morir, ella lo dejó morir. A partir de ese momento, no hubo más vida. No quedó nada por lo que luchar.
Lo único que podría haberla salvado del trágico final, su hermano, contaminado por el dolor de sus sufridos padres –los mismos que habían lastimado a su hermana sin quererlo-,dejó a su vida apagarse también. De a poco todo lo demás se fue consumiendo, y lo que quedó fue despreciado caprichosamente. Una vida perdida, una desilusión. Una pena.
Antes de dejar de latir su corazón, un último milagro en forma de lágrima brotó de uno de sus rojos ojos.

Texto agregado el 17-11-2005, y leído por 88 visitantes. (0 votos)


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