Su mano carente de pulso, sostenía, nuevamente, aquella extraña correspondencia. Las letras, descuidadamente recortadas, adquirían un sentido brutal en aquella hoja de collage amenazante. La desprolijidad de los recortes y los inaceptables errores de ortografía de la carta apenas distraían a Juan, al intelectual y ordenado Juan, de su contenido aterrador.
Habría querido explicar a la policía lo ocurrido y solucionar, con un peritaje, esta apenante situación. Pero había recibido instrucciones contrarias, y ya era tarde, cargaba sobre su espalda el duro peso del silencio; esa culpa muda que lo convertía en cómplice ignorante del asesinato de sus hijos.
Sólo él y su mujer quedaban en la casa, aunque estaba seguro de que en pocos días estaría deshabitada; y a pesar de la seguridad que tenía su hogar, las muertes habían sucedido; los agentes, investigando el caso, sin poder dilucidar la trama; y él, con esa odiosa e incomprensible imposibilidad de entregar la carta; tal vez creyendo (y engañándose a si mismo) que así evitaría algún dolor.
En su cabeza danzaban pensamientos encontrados, el dolor, el miedo, la angustia, la esperanza, la culpa; eran parte del concierto que escuchaba sin deseo.
Aún con la carta en la mano, sus párpados comenzaron a pesarle; decidió guardarla para evitar riesgos y su vista se oscureció.
Creyó haber dormido unos pocos minutos cuando un oficial lo despertó, informándole del reciente asesinato de su esposa.
Otra vez los mil pensamientos amontonándose en su cabeza, el dolor, el miedo, y, esta vez, la certidumbre; porque sabía que él era el próximo.
No quería serlo, por más dolor que sintiera, por más que su vida fuese ruinas, el quería seguir viviéndola.
Esa noche prácticamente no durmió y se levantó a la mañana sabiendo que había llegado su hora; el pánico recorrió todo su cuerpo y decidió protegerse. Cerró todas las puertas y ventanas de su casa, y se encerró en su habitación. Apoyado contra la pared cerró los ojos buscando un poco de paz, mas comenzaron a proyectarse en su mente miles de recuerdos que se clavaban como puñales en su corazón, el casamiento con su esposa, el nacimiento de sus hijos, el rostro del menor al morir, la cara de sorpresa de su mujer. Abrió los ojos y estaba preparado, arma en mano, dispuesto a cobrarse su última víctima.
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