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A Vir, por darme el hilo o la idea

Cuando era niño, mi madre solía castigarme sin cena si llegaba a casa con algún siete nuevo adornando mis pantalones. Para ser más exactos, cuando dichos pantalones eran recientes y yo los rompía nada más estrenarlos. Recuerdo que siempre llegaba a casa inquieto procurando tapar el agujero de alguna forma. Nunca lo conseguía. Ya de regreso a casa me iba concienciando en la certeza de que aquella vez tampoco habría salchichas ni patatas. Porque era curioso, pero casi siempre coincidía que ese día “tocaba” mi plato preferido por aquel entonces. Hubo un tiempo en que empecé a creerlo una auténtica confabulación de mi madre y su amiga Rosana. Normalmente las causas de mis desgarros estaban íntimamente relacionadas con Genaro, amigo mío e hijo de Rosana. Siempre se le ocurrían los juegos más bestias los días que yo aparecía de punta en blanco, y esos días nunca eran aquellos en los que se cenaban o comían lentejas, alcachofas, o coliflores.

Yo no era un chico que diera demasiados problemas. Es cierto que a veces me metía en alguna pequeña pelea y me despeinaba un poco más mi ya de por sí alborotado pelo castaño, pero nunca me hicieron ni hice sangre a nadie. Lo pienso y creo que los demás respetaban mis gafas. Yo mismo las respetaba por dos razones, mis ojos claros que podían acabar atravesados por alguno de sus cristales y la furia que se desataría en mi madre si acaso me las torciese lo más mínimo. De otro lado, yo era un chico alto para mi edad, de aspecto fuerte, y los demás no se atrevían a meterse demasiado conmigo, con lo que las trifulcas en que me veía envuelto solían ser pocas y ocasionales. Por eso que llegué a pensar en lo del complot.

Sacha, mi madre, y su amiga Rosana resultaban una extraña casualidad de la naturaleza debido a sus rasgos tan parecidos,-ambas rubias oscuro, ojos pequeños almendrados y castaños, boca fina y pequeña, manos grandes, dedos largos-, pero su físico tan diferente. Rosana era una mujer alta entrada en carnes mientras que Sacha era más bien menuda. Ambas tenían pasión por ir de compras y solían acercarse con cierta regularidad a los centros comerciales. Rosana era una adicta a las dietas. Estaba obsesionada con perder peso, y esta obsesión se acrecentaba cada vez que visitaba los probadores de las tiendas de ropa. Así pues, básicamente se alimentaba de ensaladas de lechuga. Esa debía ser la comida preferida de Rosana, si no ya por elección propia, sí por costumbre, pues en realidad con tanta obsesión por perder peso al final no comía más que ensaladas y, por ese interés desquiciado en rebajar calorías, poco a poco los condimentos iban desapareciendo del plato y a cada mes iban siendo menos numerosos, hasta llegar a ser escasos y después uno único imprescindible, la lechuga. Mi madre muchas veces se adhería a aquellos regímenes extremos con intención de solidarizarse con su amiga. Pero yo creo que en gran parte lo hacía como parte del trato que había de dejarme a mi sin salchichas ni patatas. La que de verdad tenía que ser de todas todas la favorita de mi madre era la coliflor gratinada. Yo, sin embargo, la odiaba. Cada vez que me la encontraba en el plato delante de mí, se repetía la misma historia. Era inevitable que en algún momento ella me dijera con su voz condescendiente de madre amorosa: “Pero si está muy buena, Dani. Es que no me comes de nada. ¿Qué te ha hecho la pobre coliflor?”. Y me sonreía curvando sus finos labios de modo que parecía sonreírse a sí misma o a la propia verdura como mostrándome la felicidad que suponía acercarla y metérsela uno en la boca. Dicha subrayada por el placer que exhibía el brillo de sus ojos en tal momento. Y yo, me respondía -le respondía- en mis adentros que nada, que no me había hecho nada más que aparecer o caer en mi plato, otra vez.

Finalmente, o inevitablemente ante mi cabezota negativa a comer aquello, solía enfadarse conmigo. Entonces, entornaba un poco los ojos y sus facciones se volvían rígidas y su mirada dura. La amabilidad del principio se transformaba en severidad y la voz salía amenazante de su pequeña boca anunciándome que me sacaría a la calle con silla, mesa, plato y servilleta al cuello para que los vecinos viesen lo tontín que yo era. Lo cierto es que nunca llegó al extremo de cumplirlo, como yo nunca he dejado de pensar en lo curioso de aquellas coincidencias casuales. Todo solía acabar con la ingestión resignada por mi parte de la mitad de la coliflor de mi plato.

Texto agregado el 17-11-2005, y leído por 233 visitantes. (0 votos)


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