Temprano, aun de noche bajaba hasta llegar a los cafetales. Cortaba la cereza y la metía en los costales para trasportarla a la finca. Serían las seis de la tarde y en la subida, el tórax de la bestia parecía un acordeón desafinado.
“Ella daba lástima, me detenía para que resollara a placer y a cambio me trompeaba la nuca”.
En el patio de la finca el patrón me dijo:

—Gelasio a la Yegua, dale maíz y suéltala para que retoce en el campo. Le hará bien revolcarse. Luego, regresa y sacas agua del pozo, hasta que Ponciana termine de lavar las porquerizas.

El señor rompía el silencio con el taconeo de sus botas de víbora.