Me había sumergido en lo profundo de esas aguas, mientras mis brazos y manos hacían de compuertas hacia la nada. El cuerpo era en ese entonces, un claro manojo de músculos tensionados y ansiosos, que disociaban el entorno. Bajo un conjuro de soles, su estela se tendía en finos trazos paralelos sobre la pileta, mientras me acostumbraba al hielo que cortaba mi circulación, en pequeñas lonjas de anestesia. Fuera, la ciudad había enmudecido acoplando esa sordera en mis oídos, a la vez que el cuerpo continuaba flotando, ahora en cruz, sobre ese pequeño oleaje sin marea. Después la gloria de oscilar en todas direcciones cambiando el ritmo de mi pulso, volver a indagar el infinito de las aguas rozando cada uno de los fondos, para luego ascender hacia la superficie tiesa e inconsciente. Me mantuve suspendida un tiempo placentero, con los ojos en blanco y la mirada vacía, ilesa, lúgubre, temerosa, invisible, muda. Para despertar ante un resplandor de luces balbuceando palabras inconexas, carente de sensaciones, agitada, laxa, abrumada por el sabor de la anestesia, perdida en un mar de ensueños que aún seguían navegando la turbulencia de mi sangre...
Ana Cecilia. ©
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