Confieso que soy melómana. Confieso que sufro un tipo de amnesia, nada selectiva: jamás me acordaré de qué fue dicho ni dónde estábamos. Confieso que el nombre de la canción me podría hacer recordar hasta de qué color era tu chompa. Confieso que las canciones cargan siempre una condena atroz, confieso que yo soy quien las sentencia.
La música lo puede todo. Cuando uno está en litigios románticos la música, de pronto cobra sentido, toda es cantada por tipos heridos. Toda habla de ti y nadie más que tú. Te entiende, te calma, te permite sentirte lástima, te abre el caño en los ojos y te deja deshidratada. Nada más preciso que terminar con el enamorado y volver a casa oyendo a un fulano cantar en la radio “te extraño más que nunca y no sé que hacer…”
Porque nada me hace acordar más a los viajes en carro de niñez que la bachata rosa de Juan Luis Guerra, porque si escucho a los Auténticos Decadentes cantando “Corazón” no podré dejar de añorar el primer amor; porque si Sabina dice que “lo nuestro duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks” yo no haré más que detestarte por no estar y con whisky en mano, desde luego.
La música es todo porque nada puede definir tanto cómo será tu día más que las canciones que escuches camino a clases. Porque llegar cantando a gritos “Lunes otra vez” no es lo mismo que aullar subiendo las escaleras del pabellón y hasta el quinto piso, alguna canción como “Sufre peruano, sufre”. Porque si algo tenemos en común todos los de la clase, es que podemos cantar a coro “Los patos y las patas” y nadie podría sentirse excluido. La música es todo porque todavía creemos que fomentar la mentira de que nuestro Himno Nacional es el segundo más bonito del mundo (después de la Marsellesa, claro está) puede lograr que olvidemos todas las estrofas llenas de cadenas y opresión.
La música es todo, porque logra que gente como Rossana Guerra se vuelva en un ídolo de masas transformándose en Rosi War. La música es todo porque a mí, a veces, también me duele el corazón. Porque me pasa que a veces necesito que alguien me diga que ese secreto que tiene conmigo, nadie lo sabrá.
La música lo puede todo sin duda. Confieso que mi mayor aspiración es poder escribir tan bien como Joaquín Sabina, y es, también, mi mayor frustración. Confieso que el peor año nuevo de mi vida lo pasé llorando el no estar en un concierto de Los 3 Tenores. Confieso que jamás sentí tanta adrenalina como cantando en un escenario junto a los Beach Boys. Confieso que Gian Marco también me ha hecho llorar. Confieso que cada ruptura fue más difícil por el simple hecho de no haber nacido sorda.
La música puede serlo todo, puede ser lo único que logre que me pare de la cama cada mañana. Pero puede también ser atroz, como el órgano de iglesia barroca que me aterrorizaba de chica, como el himno del colegio parada sin mover un músculo todos los lunes a las 7 de la mañana, como la canción que justo te hace acordar a ése que sí querías, como aquella otra que te transporta a todos los momentos oscuros de la vida. Es atroz porque describe cada sentimiento mejor que quien los siente. Es atroz porque estoy segura que a todos esos cantantes famosos les duele menos que a mí. Es atroz porque estar atrapada en un embolletamiento escuchando a Los Morochucos no es, bajo ningún contexto, mi idea de diversión. Es atroz porque te cambia de humor sin avisarte antes. Porque Lima ya no es como Chabuca Granda me quiso hacer creer. Porque me da vergüenza admitir que yo, también, fui fan de Magneto. Y sobretodo, la música es atroz porque siempre está. Porque los celulares suenan con canciones, porque las películas son recordadas por sus bandas sonoras, porque jamás podré componer yo algo que valga la pena y porque de chica, yo también quise ser mujer policía de día y en las noches cantante.
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