Camino largas horas por innumerables rincones del espacio terrenal. He pisado baches, aceras, mugre, líquidos de distinto origen y hasta chicles. Ya mis pies están hinchados y palpitan como si se hubieran robado mi corazón y lo hubiesen cambiado de lugar. Tropiezo a ratos, cojeo otros, pierdo poco a poco la sensibilidad en mis muslos. Las caderas ya no están tan flexibles, cualquier exceso repercute, cualquier ángulo mayor al del andar se siente como si me tuvieran tomado de los pies y me estiraran fuertemente para lados opuestos. El pecho aprisionado contra sí mismo, los hombros a cada paso más encogidos y caídos. El cansancio se nota en los latidos, y por supuesto, en la respiración que se hace más complicada, más reiterada y menos profunda. De pronto, presto atención a este hecho, me concentro y siento un obstáculo. A medida que inspiro y expiro el aire, alcanzo a oir un suave silbido semejante al de la tetera de mi casa cuando hierve el agua. Sé que la dificultad se halla a la altura de las narinas, identifico el lado: derecho.
Inocentemente trato de expirar con fuerza a ver si con esto me deshago de la complicación, pero parece ser que me ha salido más cariñoso de lo presupuestado. No me quiere dejar.
En vista de las circunstancias, no me queda más que recurrir al más antiguo y ancestral de los recursos ante este tipo de situaciones adversas: el dedo. El dilema es cual dedo. Creo que el pulgar es demasiado grande, el meñique demasiado débil, el anular muy torpe, el medio poco sensible, así que por descarte, el dedo índice resulta ser el más equilibrado y por lo tanto, el elegido. Será el encargado de cumplir la misión que ha sido catalogada como secreta y de bajo perfil. Recordemos que nos encontramos en la vía pública y la encomienda requiere de prudencia y disimulo. Es por esto que se ha designado al miembro más veloz, astuto y entrenado íntegramente para realizar la prueba en tiempo récord. Además, el agotamiento aumenta a cada momento que pasa con una dificultad como ésta en un proceso básico que mantiene estable al organismo, esto es, la respiración.
Se inicia el evento. El primer paso es ubicar el lugar exacto en que se encuentra el indeseado para lo cual se requieren algunos segundos de tacto en el que además se podrá saber la magnitud de dicho impedimento respiratorio. Esa ha sido la primera incursión y ha resultado exitosa.
En vista de que se ha identificado al problema como crítico después del pimer viaje, me decido a bajar el rostro para hacer la misión menos llamativa y dar así unos segundos más para poder llevarla a cabo, pues además será necesaria gesticulación adicional poco común de manera de facilitar la gestión del enviado especial. Tal vez me llegue a poner turnio, todo a favor de la misión.
Se efectúa la segunda incursión y el optimismo nos invita a esperar que todo acabe felizmente. Se toma ubicación, se verifican coordenadas, se identifica el objetivo y... aahh! Un suspiro de placer surge desde mi más sincero pulmón, el obstáculo ha sido extraído y consiguientemente expulsado al azar a través de los aires luego de un excelente lanzamiento producido por la sacudida de nuestro héroe.
Qué alivio, hasta se me olvida el cansancio muscular con tan grato momento. Las vías respiratorias conducen el aire mejor que nunca y de a poco comienzo a sentirme mejor, más oxigenado. No podría haberme imaginado que por un moco, la vida podía llegar a verse más turbia y oscura.
Por lo menos, me he dado cuenta que estoy aprendiendo y sacando lecciones de cada experiencia que vivo. En este caso en particular he podido concluir que no debo menospreciar a quienes parecen ser diminutos y carecen de atención, porque pueden llegar a ser más grandes y pegajosos de lo que aparentan inicialmente. De hecho, uno los puede imaginar verdes y en realidad nos sorprenden al tener diversos colores como marrón, gris y hasta negro.
Otra lección: hay de todo en esta vida.
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