Habían cesado de mirar los círculos de agua que expandían una y otra vez las infinitas formas de sus rostros, para sentarse sobre los adoquines del aljibe.
Y mientras ella ahuecaba la cintura sobre el pozo, los baldes eran cargados y descargados, con la ayuda de su hijo. Una mirada triste seguía la viveza del pequeño, que no dejaba de ayudar en un ir y venir de aguas y sogas, entre cánticos y risas. Después el despertar bajo el cielo silencioso; la tarea de baldes y cuerdas, junto al farol que alumbraba la profundidad del pozo. El niño iba anunciando el paradero de los recipientes en un crepitar de ramas y pasos, ante una inmensa soledad que vagaba entre los cardos. Luego el descanso, la frescura mojando los rostros, pan casero y carne fría crujiendo entre los dientes, la vida como el eco de sus sombras. Y tras la comida, el afán de subsistir en viajes de cubos, sudores y pesares, como un humo de sueños envolventes. Un aire pesado invadía los silencios a la espera de esas manos laboriosas, mientras la argucia de los dedos colgaban y descolgaban recipientes, hasta saciar otras fronteras...
Debajo, un presidio de miradas se internaba en lo profundo del túnel, donde una madre y su hijo, se hundían en ese espejismo de reflejos, como dos sombras concéntricas del agua.
Ana Cecilia. ©
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