Al ángel de alas suaves
Sencillamente te vi y sentí el dulce placer de escribir. Yo no hablaba, eras tú el que se perdía en trampas de sonidos y redes de sintagmas. Yo no hablaba; tú, en cambio, tratabas de llenar ese agujero de tu ausencia con frases tan débiles que apenas salían de tus labios y ya se fragmentaban con el roce del oxígeno.
Y es que no se trataba de ignorar tus discursos ni tus galantes adulos: entretenidos, pues, tenía los oídos con el rítmico baile de tus alas. Mi placer de ese instante -de ese brevísimo instante- se deleitaba en un encantador descubrimiento: un ángel había dejado su nube para entrar a los agujeros de mis antiguas soledades, para colmar mis vacíos, para dibujar corazones de niño, inconsciente de que con ellos desplazaba mis temores retenidos por meses, quizás años, en el alma.
Yo no hablaba con la boca, pero mis ojos se alzaban y gritaban fascinados por el encuentro con el ser angelical que había llegado una mañana cualquiera, para ocupar los huecos hastiados de vida. Con alas y todo llegaste, ataviado por tus propios miedos, sediento por escribir una historia que valiera la pena, ansioso por hallar, como yo, a un ángel que subyugara tus penas, sin advertir siquiera que tú eras el querube que vendría, con espada en mano –tu tierno corazón- a avasallar mis tristezas.
No te percataste, pero mis pupilas se abrieron para recibirte, se dilataron extasiadas buscándote, tratando de introducirte en mí, no por un minuto ni una hora, sino por cada siglo que me quedara de vida.
No te diste cuenta, pero mi alma, en uno de sus arranques de locura, se desprendió de mis brazos atados y se arrojó sobre ti, mientras soltabas palabras que, sin más, se evaporaban. Y yo no te escuchaba. Rezaba por tenerte a oscuras y adivinarte, y descubrirte como niño, y cerrar los ojos y, aún abiertos, atraerte a mi mente, convertirte, imaginarte.
Tú y yo, a oscuras, no solo en la oscuridad de los ojos, sino también en la de las palabras. Sin luz, ni una chispa siquiera; a oscuras para olfatear tu miedo, tu dolor, tu desconfianza. Sin el sol, para revelarte mis lágrimas y mis cavernas sin eco. Sin luz, a oscuras; en el rincón, sin palabras, en silencio.
|