En frente de mi casa hay una peluquería con una cristalera enorme y cada vez que paso por delante veo al peluquero haciendo su trabajo. A veces, imagino al peluquero pensando en mi como si yo fuera una de sus ovejas. Y lo imagino pensando que él es como un pastor, y que su trabajo consiste en esquilarme una vez cada estación. En realidad eso es lo que imaginaba antes, cuando él me cortaba el pelo. Hacía casi un año que no iba a su peluquería. Cogí la costumbre de ir a otra que estaba muy lejos y me costaba más cara. ¿Por qué? No lo sé. O mejor, no lo sabía, hasta que el lunes pasado, después de casi un año, entré en la peluquería de mi vecino sin pensarlo. Entré como el que entra en una tienda y luego decide lo que va a comprar.
De una bofetada me vino el recuerdo de por qué había dejado de ir a esa peluquería. Llevaba casi un año sin ir a esa peluquería porque olía mal. Olía a huevos. No olía ni a pies ni a sobaco sino a huevos. El olor a pies es más agrio, y el olor a sobaco es más irritante que el que estoy describiendo. El olor a huevos es un olor inconfundible, es como un almizcle, como una pomada.
Me ocurrió que ya estaba dentro, que me miraba todo el mundo y que no quería hacer un feo, y que ya que estaba allí tenía que decir algo.
—¿Hay mucha gente esperando? —pregunté.
—Están estos dos señores y otro más. Puede tardar más de una hora —respondió mientras el tufo me daba en la nariz.
Me fui a la biblioteca del barrio durante esa hora, para hacer tiempo, en vez de esperar, y saqué tres libros de autoayuda que me había recomendado un amigo. Cuando acabó la hora pensé que si no volvía a la peluquería no iba a pasar nada. Pero esa estúpida manía mía que me impide faltar a mi palabra me hizo volver puntualmente. En el camino de regreso intenté convencerme de que el olor no era del peluquero, que era el olor de un cliente de los que esperaban en las sillas que hay delante de la cristalera. Pero cuando entré el olor seguía allí. Seguía oliendo a huevos. No a huevos de gallina, ni de codorniz, no me confundan con eso de los eufemismos, olía a testículos de peluquero.
Me senté a esperar en una silla de las que había delante de la cristalera y me dije que cuando llevara un rato se me olvidaría el olor. Los olores son como una música de fondo. Al cabo de un rato uno no se da cuenta de que huelen o de que suena, uno sigue leyendo el periódico, o mirando las molduras de los espejos y no presta atención.
Cuando me llegó el turno de cortarme el pelo me dijo que dejara mis tres libros de autoayuda encima de una de las sillas.
—Hace casi un año que no le veo por aquí —me dijo mientras me rodeaba el cuello con un delantal.
Mi vecino el peluquero quería empezar su tarea con una conversación intranscendente. Y yo pensé que podía aprovechar esa misma conversación para explicarle, con toda franqueza, porqué llevaba casi un año sin aparecer por allí. Al fin y al cabo ¿por qué no se puede hablar de estas cosas con la gente? A un señor se le dice que se ha manchado el traje con una cagada de paloma y no pasa nada. ¿Por qué no podía yo decirle a mi vecino el peluquero que le olían los huevos?
Me dije: “voy a decirle que le huelen los huevos, de esa manera le haré un favor, aunque suene un poco violento al principio. Porque el hombre se parará a pensar y a partir de ese momento se cambiará con frecuencia de calzoncillos, o bien se duchará más a menudo y eso irá en beneficio de su negocio y de su éxito personal. A veces —seguí pensando mientras miraba los tres libros— ayudar a la gente es una cosa tan fácil.”
Pero entonces me di cuenta de que había un fallo en mi argumento, y era que mi vecino el peluquero no necesitaba estar más aseado para tener más clientes porque yo había tenido que esperar más de una hora para que me atendiera y los clientes seguían entrando en aquel local acristalado, ocupando todas las sillas que había libres, salvo la que ocupaban mis tres libros de autoayuda, y ninguno de ellos se quejaba de que a mi vecino el peluquero le olieran los huevos.
Entonces me dije: “a lo mejor a la gente del barrio le gusta que mi vecino el peluquero huela así, a almizcle y a pomada, vamos, a testículos. A lo mejor todo el mundo hace gala de buen talante aceptando al peluquero con su olor a huevos y yo soy el único intolerante del barrio que viene aquí a quejarse y a cambiar las cosas —y seguí pensando—: ¿Y quién soy yo para cambiar las cosas?”
Mi vecino el peluquero era un hombre solicitado, era un hombre jovial que tenía a los clientes esperando, sentados delante de su cristalera, y a los que no querían esperar les hacía un cálculo y les decía que volvieran en una hora, y a veces, incluso en más, así que a mi vecino el peluquero poco iba a importarle que a mi me molestara que le olieran los huevos.
Fue por eso por lo que me callé y dejé a un lado mis cavilaciones mientras él me cortaba el pelo. El olor a huevos no se me olvidó igual que se olvida una música de fondo. Siguió allí todo el tiempo abofeteándome sin clemencia, pero yo me callé.
Cuando acabó su trabajo le pagué con un billete y recogí la vuelta. Y cuando ya había cruzado la calle para entrar en mi casa caí en la cuenta de que me había olvidado algo. Me había dejado en la silla, delante de la cristalera, los tres libros de autoayuda.
Volví y le dije al peluquero desde la puerta.
—Perdone pero es que se me han olvidado los huevos.
Y todo el mundo que había sentado en las sillas, delante de la cristalera, se sonrió. No se sonrieron porque pensaran que yo tenía metido en la cabeza el olor de los huevos del peluquero, el imborrable olor de esos huevos, que, al final, de tanto reprimirlo se escapaba por entre las palabras haciéndome trastabillar mi frase. No. Se sonrieron porque pensaron en mis huevos y en que un hombre se puede dejar hasta la cabeza en una peluquería, pero nadie se olvida los huevos. Yo creo que el peluquero no se dio por aludido. El peluquero se sonrió como los demás y señaló la silla de los libros, y luego siguió cortándole el pelo a su cliente mientras el inconfundible aroma de sus huevos se esparcía como una bruma por toda la peluquería. |