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Salgo de la ducha. El agua aún recorre todo mi cuerpo, escurriéndose hasta mis pies desnudos. El espejo me llama y me pongo frente a él. Me estudio y, lentamente, recorro mi reflejo con la mirada. Mi pelo, negro azabache, cae mojado sobre mis hombros. Mis manos lo desplazan hacia atrás, dejando al descubierto las orejas llenas de anillos. Apenas tengo fuerzas para sonreírme, hago un intento, no lo consigo y desisto. Mis ojos castaños están llorosos y no me atrevo a mirar. Mientras, admiro mi ombligo y el perfecto vientre plano que lo adorna y envuelve. Mis labios están secos y los humedezco con la lengua al tiempo que subo los ojos hacia mi cara, la del espejo, la que declara tristeza y hastío, pena sumisa. A veces la vida no es justa. Nunca. Había quedado con él y cuando lo vi, lo que esperaba fuese un cálido saludo se tornó en una angustiosa noticia... Cuando me lo dijo me volví apretando puños y dientes y me marché corriendo. Me llamó, le ignoré. Ahora me da igual, sé que tendré que cargar con ello el resto de mis días. Después de tanto sacrificio, de tanto sufrimiento, tanta espera... ahora todo será diferente, todo ha cambiado y nada volverá a su cauce normal. Tengo un físico perfecto aún, pero... el destino se sonríe burlescamente.
¿Qué es lo que he hecho yo para merecer esto? Ya no importa. Estoy destrozada. Todo se obscurece, escalofríos, me tiemblan las piernas, me aferro al lavabo y escalo, antes de desvanecerme, hasta el armario del baño. El suelo resbala, hay un charco de agua. Abro la puertecilla del espejo y allí está. La jeringuilla con el “dulce” elixir preparado en su interior. Mi condena. Es la hora de acabar con todo este sufrimiento. Una dosis y mis piernas ya no temblarán, mi corazón volverá al lugar que le corresponde y descansaré, dejaré de verlo todo oscuro, negro... me desvanezco poco a poco. Cojo la jeringuilla, caigo al suelo encharcado con ella en la mano. Preparo mi brazo para el “chute”, es el mejor sitio. Quita la funda de la aguja y apunto temblorosamente, la imagen se distorsiona... consigo introducir el líquido en la sangre y pronto, - pienso – todo habrá acabado. Respiro profundamente. Mi piel se eriza por la excitación de sentir el líquido por mis venas, mis pechos emergen... Ya está.
Vuelvo a incorporarme. Me seco y me visto. Friego el baño y me preparo para salir a la calle. Estoy preciosa. Esto no puede seguir así. Tengo que controlar mi diabetes o estos bajones me van a matar. Es una dosis forzosa, algo nuevo en mi vida. Pero yo soy una mujer fuerte, una luchadora, y no me dejaré abatir. Ni siquiera por mi enfermedad.


Extraído del libro "El Lado Oscuro del Cuento" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 12-11-2005, y leído por 84 visitantes. (0 votos)


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