Hace frío aquí fuera. Es dura la vida en la calle. Aunque nunca he permanecido bajo un techo durante mucho tiempo... ¡cómo me gustaría estar como los demás...! Al calor de la estufa o la chimenea, y sentirme querido... y comer todos los días, aunque sólo fuera una vez. Envidio a aquellos que conozco y que disfrutan de todas esas comodidades. Quizá le caiga en gracia a alguien y me invite a vivir en su casa... ¡sigue soñando! Eso es tan difícil como... ¡mierda! (Empieza a llover).
Ahora, corriendo de un lado a otro, buscando un techo o cualquier cosa que me proteja del agua, ¿qué más podría pasarme hoy? ¡Vaya día! ¡Un día de perros! Después de tener que huir de un par de capullos que casi me enganchan, ahora hace frío y llueve, y ni un mendrugo al que hincarle el diente. Esta vida es una mierda. Y encima, por si fuera poco, esos animales raros y grandes dando vueltas por ahí como si nada. Se creen dueños de todo. A veces me miran con malos ojos, otras veces me lanzan una sonrisa y se agachan para verme mejor. Ya nada es como antes. ¡Cómo añoro la vida en el campo! No sé como me dejé engañar para venir a esta ciudad. Echo de menos a mi madre, ella sí me cuidaba bien. También extraño a mis hermanos. Aquellos eran tiempos felices. Aún era muy joven para comprender. Allí, los “animales grandes” eran buenos, aquí, a veces son muy crueles. Y así desde que llegué, un día tras otro... (empieza a amainar) Uno de esos asquerosos animales intenta echarme el guante, pero consigo escabullirme y empiezo a correr como loco sin dirección alguna. No llevaba mucho tiempo allí, pero conocía muy bien cada uno de los rincones de aquella ciudad. Sabía por donde podía pasear con tranquilidad y donde podía conseguir algo de comida, pero también conocía los lugares por donde no tenía que pasar para no encontrarme con aquellos hijos de perra.
Como iba diciendo... es una vida muy dura. Con sus cosas buenas y sus cosas malas, pero dura. Había dejado de correr, ya no corría peligro y estaba cansado. Últimamente me canso enseguida cuando llevo un rato, y más con el estómago vacío. Poco a poco me iba recuperando y ya estaba algo más calmado. Aproveché el agua de un charco y bebí un poco, estaba sediento después de la carrera y, según me iba la vida, no podía hacerle “ascos” a nada. Más “bichos grandes”. Estos ni siquiera me miraban, mejor – pensé. Voy a ver si pillo algo de comer, el estómago me aprieta y me siento frágil y vulnerable, débil, casi sin fuerzas...
Ya estoy llegando al punto clave, a ver si hay suerte... De pronto, en un descuido, uno de esos enormes animales me ve, sonríe y se me acerca, estoy acorralado, atrapado, no puedo escapar, demasiado agotado... ¡adiós mundo cruel! Se agacha y alarga sus manos hacia mí, me coge y me acerca a su cara levantándome en alto... ¡este es el fin!...
- Hola, lindo gatito. ¿Te has perdido?
Y yo no puedo hacer más que asentir y susurrar con las pocas fuerzas que me quedan:
- Miauuu... – digo mirando con ojos tristes y el rabo entre las piernas.
- Pobrecito... no te preocupes, te llevaré a casa. – Sonrió y me abrazó.
Ahora ya no paso frío. Como tres veces al día y tengo alguien que me quiere. Yo estoy empezando a cogerle cariño, más me vale si no quiero volver a parar en la calle. Me ha puesto un precioso collar, un poco incómodo, pero vivo bien así, mejor que antes al menos. No diré nada, es un humano, él no lo entendería...
Extraído del libro "El Lado Oscuro del Cuento" de Víctor Morata Cortado
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