El mundo es un lugar realmente pequeño. Y a la vez enorme. Pero pasa que en la mayoría de los casos no somos capaces de ver más que por una lente de diminutas dimensiones, sin darnos cuenta de esa otra cara de este “maravilloso” mundo. Asqueroso en cierto modo. No nos damos cuenta de esa gente que vive porque no tiene otra cosa que hacer en esta vida más que esperar a que le llegue el turno a morir en cualquier barrio marginal, en el banco de un descuidado parque o al cobijo de un chute bajo el puente de las afueras. Y sin darnos cuenta, esos ínfimos seres son la noticia que mueve este planeta, la verdadera historia del país. Pobreza, abuso de menores, tenencia ilícita de armas o drogas, prostitución, robo, pillería, violencia, dentro o fuera de casa... y eso todos los días, sin descanso... rondando la muerte. Así empieza esta historia, la historia de un joven que tuvo la oportunidad de ver a través de otra lente, ni más ni menos que la que la vida real le ofrecía.
Jorge estudiaba 2º de Bachillerato en el instituto Cervantes e Hidalgo de Madrid. Su vida no había tenido muchos altercados a lo largo de sus cortos diecisiete años. Su especialidad era el arte y apenas dedicaba tiempo a otra cosa. Vivía en un barrio “bien” de la capital y no tenía más preocupación que la de saber qué tendría ese día para comer, ¿bistec o pescado? A eso se limitaban sus problemas. Y la cartera nunca bajaba, siempre llena de billetes esperando ser gastados para dejar sitio a más fotografías de la familia real. Ese día se adentró en uno de los barrios de los que todo el mundo habla y poca gente pisa. Uno de esos que tienen escrito peligro en las calles... Buscaba un objeto de inspiración, llevaba la cámara preparada, el tema de este trimestre era la fotografía. Un carrete en blanco y negro le daría más dramatismo y un toque especial a la foto. El metro circular abandona su parada hasta dentro de otros veinte minutos, aquella zona era muy oscura, tenue era la luz que emanaban los escasos y destrozados focos de la estación. Jorge no tenía miedo, la seguridad era un aspecto que había predominado siempre en él. Se aleja el metro por fin y se pierde engullido por aquella larga garganta. Desaparece. Hay un vagabundo tirado en la salida al exterior, una buena foto. ¡Flash! Sube y lo primero que ve mientras lo hace son las pintadas cutres de las paredes, otra foto. ¡Flash! Ya lleva dos, él mismo revelará el carrete más tarde. La calle está llena de gente, gente sin vivienda... en una esquina hay dos tipos que se tocan las manos nerviosamente, con disimulo, uno se larga mientras el otro permanece alerta. ¡Flash! ¡Flash! Ha traído un carrete de veinticuatro fotos, pero el disparador no deja de ser pulsado. Todo es interesante a los ojos de Jorge, pero sin embargo no es más que un simple cuadro que al volver a su bonita casa no tendrá que observar. Niños llorando, hambre. Ancianos rebuscando en la basura, quizá no sean tan mayores como aparentan, quizá tuviesen familia y un trabajo, quizá eligieron vivir así, ser libres de las ataduras del mundo. Jorge sigue andando, se le han acabado las fotos, fin del carrete. Ya no le importa, mira la gente, estupefacto, sin dejar de caminar. Observa y su mente divaga, se hace preguntas. Algunas con duras respuestas. No puede hacer nada. Las calles están casi destrozadas, llenas de dolor, lloran sangre las paredes, en cualquier parte de ese barrio un policía detiene a un menor por pasar coca mientras su madre se prostituye con el chulo que controla el barrio a través de los “camellos” que suministran su “caballo” a los “yonquis” que están con el mono y tan ciegos como para robar una “pipa” y pegarle un tiro al cabrón que les golpeó por ser simplemente lo que eran y violó a decenas de mujeres mientras las maltrataba por creerse en su derecho de “hombre”... no es capaz de asimilar. Unos gitanillos le rondan alegres, juegan. Jorge no se cree capaz de seguir andando, pero lo hace sin dilaciones, sin mirar atrás. Una pareja se besa frenéticamente junto a la parada del bus y una vieja abotonada hasta el cuello les mira mal y se ajusta la pechera murmurando de reojo. Unos cartones cubren a otro vagabundo, sonríe a Jorge y le da un sorbo al cartón de vino barato, sus ojos denotan una notable embriaguez, no serán pocas las historias que podría contar en otro estado, pero quizá sean esas mismas las que le han llevado a esa situación. Ya ha visto suficiente, ya tiene su trabajo bonito y solidario, ya puede quedar bien delante del profesor y sus amigos dándoselas de comprometido social y mostrando implicación. Nunca había mirado a través de aquella lente con tanta claridad, el mundo en el que vivía era una mentira... todo es una gran mentira que envuelve tu mente y te hace creer que todo es realmente maravilloso, pero no es así. En absoluto.
- Jorge ¿has traído tus fotos? Tu tema parecía muy interesante, enséñalas que las veamos todos... – el profesor sabía que Jorge tenía dotes para el arte y su confianza en él era amplia.
- Lo siento, se veló mi carrete... un descuido. – También sabía mentir muy bien, tal y como le había enseñado esta sociedad.
- Venga... no importa, aún hay tiempo... a ver... Cristina, ¿qué tal tus fotos? ¿Cuál era el tema que escogiste? – Y se encaminó hacia ella, olvidando a Jorge.
Jorge estaba ausente, con la mirada fija al frente. Nadie se percató, todo el mundo iba a lo suyo... ahora lo comprendía. Nadie se ocupaba más que de lo que le concernía a cada uno, sin importar lo ajeno. Esa era la clave. Él ya la había roto, a partir de ese día.
Unos niños juegan en uno de los barrios más marginales y pobres de Madrid. Han visto a un chico mayor que ellos marcharse. Se ha dejado algo. Lo cogen. Una máquina. Empiezan a imaginar y a volar, mientras disparan divertidos el flash de la cámara de Jorge. Aquella que le mostró a través de su pequeña lente lo grande que es el mundo y lo poco que nos fijamos en él y su gente. La importancia de tener un nombre al que responder porque te llaman o la de poder vivir sin preocupaciones. Jorge ya no sería el mismo, ya no volvería a apartar la vista... no le necesitaban, pero él sí les necesitaba a ellos, las personas reales. Aquella gente tan normal, apoyada en las necesidades más básicas y respondiendo a su instinto de supervivencia. Era él quien los necesitaba para... aprender. La noche llega y el flash sigue parpadeando en las manos de un chiquillo...
Extraído del libro "El Lado Oscuro del Cuento" de Víctor Morata Cortado
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