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Intenté desviar la mirada de aquellos intensos ojos oscuros, para dirigir los míos hacia sus senos desnudos, pero... no pude. Me tenían atrapado y sólo tenía ojos para aquellas dos perlas negras. Era difícil de creer que yo estuviera allí, desnudo junto a una mujer que casi no conocía, pero el riesgo, el vivir al límite, me excitaba y me llenaba de un morbo jugoso y exquisito. Ella, de piel acaramelada y pelo largo de un castaño rubio parecido a la miel, debía ser muy dulce. Yo mismo me engañaba, sabía que no era así. Quien nos viese a los dos, en aquella playa casi desierta, desnudos el uno frente al otro sin inmutarnos ante nada, pensaría que estamos locos... quizá lo estemos, yo simplemente soy prisionero de las fauces de sus profundos ojos y de aquella cruz, de plata (supongo), con unas curiosas incrustaciones en toda ella de preciosas joyas, que le colgaba del cuello y le caía a la altura del canalillo entre los pechos. Había oscuridad también fuera de sus ojos, era de noche, la nocturnidad ya nos había atrapado y, a la luz de una fogata de pequeñas dimensiones, aún seguíamos el uno frente al otro, de pie, impasibles. |
Texto agregado el 12-11-2005, y leído por 110 visitantes. (0 votos)
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