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Lobo Gris había sido durante muchos años el mas fuerte y temido de su tribu. Ahora, viejo y gris como el nombre que sostenía bajo su consciencia y al que tantas veces había respondido, recordaba su niñez. De pie, sobre aquel desierto montículo de arena y roca, con el cálido adiós del día, una lágrima corría por su mejilla. Añoraba el día en que su nombre fue grande y con sentido, el día en que se hizo un hombre matando con sus propias manos aquel búfalo blanco, el día en que conoció a su futura esposa Media Luna... Las enseñanzas del chamán y de su padre no tenían sentido en aquel tiempo, pero valoraba aquellos consejos que sabiamente le habían sido otorgados. Hacía más de dos generaciones que su familia, aquella gran familia india, había desaparecido. Desde entonces había vagado solo, con ayuda de los dioses y al amparo de aquella basta naturaleza. No había tenido en todo ese tiempo más compañía que la de los animales y sus labios no habían intercambiado palabra alguna con ningún otro ser humano desde su soledad. No había palabras, sin embargo, en beneficio del “hombre blanco”. Su pelo, lacio y largo, caía sobre sus hombros aún fuertes y, de vez en cuando, flotaba con la suave brisa de aquella polvorienta inmensidad. Cuando ya cayó la noche se sentó sin moverse del sitio desde donde había visto morir el día y nacer la noche. Allí fumó y descansó. Su sueño fue plácido. Al despertar la mañana, caminó. Sin dirección. No pasaron más de tres lunas desde que pisara aquel montículo en el cual descansaba el espíritu de su padre, cuando un “rostro pálido” se cruzó agonizante en su camino. La mano de aquel hombre herido se levantó pidiendo ayuda antes de perderse en la inconsciencia. Lobo Gris no se inmutó y permaneció impasible, firme, ante el desvalido. Una mirada de rabia y odio asomó a sus ojos. Acarició el pequeño tomahawk que colgaba de su cinto de piel saboreando su frío tacto. Tentado de sacarlo, no lo hizo. A pesar de que aquellos hombres acabaran con la vida de su gente, Lobo Gris no consideraba justo matar a aquel hombre indefenso. Al menos dejaría que se recuperase, lo suficiente como para poder batirse con él. Una oportunidad que su familia no obtuvo jamás.
Durante doce soles cuidó de aquel hombre hasta que recuperó totalmente su consciencia. Su mirada era tierna y agradecida. La de Lobo Gris aún emanaba un odio encendido, latente durante largos años. Le daría un par de jornadas más y luego pondría un arma en sus manos y le otorgaría la oportunidad de defenderse. Durante todo ese tiempo Lobo Gris le dio la mejor comida y el mejor agua de cactus, aún a expensas de alimentarse él, al “hombre blanco”. No tenía motivos para hacerlo, pero lo hizo. Paso el tiempo y ambos incluso llegaron a conocerse y más tarde fueron amigos. Quizá los mejores. Pasaron las lunas rápidamente y el fuego de la amistad creció con fuerza. Lamentablemente, Lobo Gris debía vengarse. Había esperado durante mucho tiempo aquel momento. No debía retrasarlo más. Una noche de luna llena, Lobo Gris se acercó a su amigo y, bajando la cabeza, sacó un arma para su contrincante, lo miró fijamente a los ojos y puso ésta en sus manos. Él saco su tomahawk, aquel que habían llevado su padre y su abuelo en tiempos de guerra. El hombre, sorprendido y apenado, se arrodilló ante el indio y agachó la cabeza. Tiró el arma a un lado. Lobo Gris la tomó de entre la arena y la volvió a colocar, serio, en sus manos. No podía hacerlo. Aquel hombre no quería luchar. Lobo Gris debía llevar a cabo su cometido, su sed de venganza pedía sangre y su mente se debatía entre el honor de una familia muerta y la muerte de un amigo vivo. No lo pensó por más tiempo. Lanzó su tomahawk. Éste alcanzó al hombre en el pecho. Aquella mirada la llevaría entre sus peores y más tristes recuerdos hasta el fin de sus días. Arrancó la negra cabellera de su amigo y alzándola a la Luna gritó. Su lamento resonó en todo el desierto, un grito mezcla de victoria y tristeza, de alegría y fracaso. El corazón de Lobo Gris nuevamente se rompió y otro montículo de arena y rocas quedaría desde ese día como parte de su rutinario trayecto por el vasto desierto.


Extraído del libro "El Lado Oscuro del Cuento" de Víctor Morata Cortado

Texto agregado el 12-11-2005, y leído por 108 visitantes. (0 votos)


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