Dulces sueños, mi niño.
Ahora que a ambos nos toca
dormir en la vasta inmensidad,
cierro tus ojos con la mano
y arrullo para ti un canto.

Fuiste lo que creé de mi propio pecho,
lo que parí en un intento
de afiebrada letanía de amor.
Lo que concebí con un hombre que creí mío,
que me dió la inspiración para moldearte.

Te hice de papel, de manos enfermas y amorosas,
de pensamientos de mi propia experiencia,
de mi propia existencia, en ese entonces,
desenfrenada.

Te escribí en papel de color,
con un rostro rojo,
como la sangre que mes a mes
me recuerda que algún día serás de carne y hueso.

Te di lo que yo era,
te convertí en un reflejo de mis palabras
para que tu padre, cuando te tuviera,
no olvidara jamás quien era.

Tu padre te tuvo, te acunó y te hizo suyo.
Te leyó y me leyó a mi.
Te entendió y me entendió a mi.
Te amó y me amó a mi.

Pero inevitablemente
te convertiste en uno más de la lista
de estadísticas fatídicas
con padres separados.

A mi me apuñaló
y a ti te quemó.
[Nos hizo a ambos cadáveres exquisitos
para olvidar su propio pasado.]

Y aquí estamos, mi hijo querido,
aquí estamos.

Los dos debajo de estos seis metros de tierra.
Ya no puedo tocarte,
ya no puedo leerte.

Lo siento tanto, nos asesinaron.
Pero... ¡no te preocupes!
Yo haré con mi magia
que vuelvas a la vida,
de otro padre,
de nuevo yo viva.

Otra vez respiro y tú, mi hijo,
esperas el momento oportuno
para implantarte en mi vientre
y crecer como antes no pudiste.