La tarde entraba con sus luces en el murmullo de tu ser durmiendo a mi resguardo; taciturno; endemoniado; seductor, latiendo y no en lo diminuto de la sala. Bañado de sol como una ceniza descendiendo desde el cielo, tu rostro se impregnaba en la retina de mis días, airoso, crucificando los sentidos que latían en el anonimato. Fui tuya, galopé por los senderos que tu piel talló en mis entrañas, mientras las lunas testificaban un amor paralelo y absoluto; crucé las costas de tus labios como un suspiro temeroso que recorre el paraíso de las venas. Y ahora el recuerdo crece dentro de este cuarto que se expande con tu aroma, rondando mi semblante en una carcajada de cristal que trepa por mi cuello. Aún te amo, aún gimo con tus manos navegando en mi cintura, remontando la cuesta de tu vientre encarcelado y furioso, como un hechizo que fluye en el devenir de las entrañas, aún desato la guerra y la paz de tu mirada silenciosa que brota a la par de los sentidos. Y aunque no estás y estás observando mis pupilas, mortificando la carne que aprisiona tu deseo, mi recuerdo crece con la presencia tácita que encierra tu mirar, en una pequeña urna de madera.

Ana Cecilia.