Cuando Avelino la vio venir tragándose la calle con su andar armónico, el recuerdo del día que cumplió sus cuarenta y cuatro años de edad en forma de una astilla de hielo le traspasó el vientre. Herido y casi si aliento se dejó caer en el taburete, mientras Salsina, una despampanante morena de ojos grandes y sonrisa amplia, avanzaba hacia él, comiéndose la calle con una gracia y desparpajo tal, que asemejaban su paso a un baile sugestivo.
La semana anterior, en la víspera de su onomástico, Avelino sucumbió a los encantos de ese descomunal nalgatorio y ese tetamen redondo que se le presentaron con el mismo arrojo casual con que llegó la idea de regalarse de cumpleaños una noche loca.
Le propuesta se dio y ella accedió. El día llegó y todo se consumó. A partir de esa noche Avelino siguió soñando, noche tras noche, con otra noche igual, alcanzó a imaginarse muchas más, el humor salvaje de la piel de Salsina se metió en su ser, eso de sentirse una brasa sobre ella terminó por acabar la complacencia con el destino de solterón que hasta esos días llevaba.
Salsina no apareció los días que vinieron, pero él la esperaba para convertir esa noche en eterna, el fulgor de esa noche de pasión lo cambió por completo, lo llenó de un ímpetu de bestia, un vigor de burro hechor que solo fue aplacado esa tarde, cuando sentado en el taburete, herido, la vio venir con su andar cadencioso y un amante de turno que cariñosamente le pellizcaba una nalga, mientras ella explayaba su sonrisa por toda la calle.
Al verlo, Salsina que hacía todo con el mismo desparpajo, se le acercó un momento y sin el mínimo de moderación, con la frescura inocente pero letal que solo da la falta de prejuicios, lo remató:
-Perdone los cachos, pero usted lo tiene muy chiquito.
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