Un infinito de agua por delante, un infinito de arena por detrás.
En el medio: “El Bonito” Pantaleón Mesa y los restos del Bomfin.
Cincuenta años encallado en la costa salitrosa de las playas oceánicas de Rocha, han convertido al inmenso carguero de 1930 en un esqueleto de bordes irregulares, con inmensas costillas de hierro oxidado elevándose hacia el cielo cual brazos en plegaria permanente.
Desde lejos parecen los restos de algún animal en la estepa africana luego de la acción de los depredadores, desde muy alto es solo un puntito marrón en la costa amarilla ornamentada por aguas verdes y espumas blancas.
Detrás del viejo naufragio, a pocos metros sobre las dunas costeras, el ranchito de tres por dos techo de chapa, paredes de madera reseca, puerta y una sola ventana hacia el norte. Su casa. Las chapas hacen un pequeño volado que convierten el costado de la precaria vivienda en un pequeño porche.
En él, Pantaleón matea tranquilo.
Madrugada de 1934, sudestada salvaje, pérdida de rumbo, el monstruo metálico herido de muerte escorando peligrosamente a babor, las órdenes desesperadas, el timón que no responde, la proximidad de la costa, la seguridad del desastre, el mar encrespado, botes flotando a la deriva, ahogados, el gigante moribundo encalla brutalmente en la playa, la desesperación, el terror, el fin.
Amanece con calma, el sol bosteza reconociendo los destrozos, el agua ha perdido su furia, la tormenta ha desaparecido.
La empresa confía en reflotar la nave, pero los estudios técnicos demorarán meses. Pese a que retiran todo lo fácilmente rescatable del navío, aún quedan muchos valores que se dificulta sacar y no sería procedente hacerlo si por fin la recuperan, entonces deciden esperar la opinión de los expertos. Mientras esta llega, alguien debe cuidar el naufragio, y casualmente un vecino del lugar, de no mas de treinta años, cuyo nombre es Pantaleón Mesa, conocido como “El Bonito” por su fealdad realmente premiable, estaba desocupado por
esos días.
La negociación fue simple.
El contrato establecía que la Empresa Naviera Portuguesa de Cargas Internacionales (ENPCI), con sedes en las principales capitales europeas y
americanas y un capital de giro de 2500 millones de dólares americanos por una parte, y por la otra Pantaleón Mesa, de 32 años, ciudadano de la República Oriental del Uruguay, estado civil soltero, jornalero sin domicilio fijo, concordaban por este legajo que...etc. etc. (acá se refirieron al tiempo de contrato – mientras lo necesitaran - al pago que recibiría – migajas– derechos de la empresa – casi todos - y deberes del peón – listado larguísimo -) que prestaría funciones de sereno las 24 hs. en el lugar hasta que fuera reflotado
el barco.
La empresa cumplió con lo pactado en forma tan solemne solo dos o tres años y a los tumbos, luego los peritos definieron que el rescate no era rentable, por lo que abandonaron el proyecto, el barco con lo que quedaba adentro y al sereno, que también paso a ser “no operativo” y su historial archivado.
Pasaron años, se fue la juventud de “El Bonito” y el tiempo corroyó su cuerpo tanto como el salitre al hierro. Ambos se avejentaron día con día. Uno ya
muerto, disgregándose, y el otro a la espera de su propio hundimiento.
De a poco, sin darse cuenta, “El Bonito” se mimetizó con la costa y sus soledades.
Estaba tan acostumbrado a las sudestadas, que las extrañaba si demoraban demasiado. Se enriqueció de amaneceres con cielos negro-azulados cuando las estrellas van desapareciendo y la luz desborda el horizonte. Los atardeceres increíbles observando al inmenso sol zambullirse en el horizonte colmaron su alma. Metió en su vida a las gaviotas, los gaviotines, los lobitos de mar ocasionales, incluso la visita fugaz de ballenas a lo lejos, en su viaje
eterno hacia el sur. Como un niño inquieto buscaba por la orilla los sorprendentes regalos que le brindaba la marea luego de las tormentas, los
despojos extraños que el río le brindaba algunas veces, y con ellos las miles de historias olvidadas.
Se enamoró tanto y tanto de ese sitio, que lo amó, lo amo profundamente, y amante del espacio infinito, preñó las soledades.
Comentaban algunos haberlo visto convertirse en gaviota y volar muy alto, vigilando de lejos los restos del navío, su casa y la costa toda, otros
aseguraban que se transformaba en lobo de mar y nadaba hacia la Isla de Lobos a visitar a sus amigos y al volver se sumergía y pasaba haciéndole caricias al casco ruinoso de su compañero. No faltaban quienes decían que se volvía cangrejo, desapareciendo entre las piedras de la rompiente, y aunque muchos lo vieron transformado, nunca aparecieron pruebas, ni se buscaron.
Así creció la fama, y se convirtió en historia.
En contadas ocasiones rumbeaba para el pueblo a pertrecharse de lo básico que asegurara su existencia. Su piel parecía un grueso y quemado pergamino convirtiéndolo en una especie de antigua momia rediviva. Llevaba lo indispensable – pescado le sobraba - algo de vino compañero, yerba para el mate, arroz, agua dulce y el infaltable tabaco.
Siempre según si las finanzas permitían, porque todo dependía de los envíos que llegaban del otro lado del océano, de las europas. Y estos fueron viniendo muy salteadas, luego raleadas y por fin ya no vinieron. Las cuentas en la libreta del boliche se hicieron impagables.
Pero el crédito jamás murió, porque “El Bonito” ahora era una postal para turistas, y el viejo Bomfin un despojo que atraía curiosos visitantes, y con ellos las finanzas crecían en el villorrio. Y así siguió viviendo el hombre de esperanzas mezcladas con historias, que el tiempo y la inventiva fue llenando de imágenes, hasta que al final los limites se hicieron borrosos, nadie sabia cual era la verdad, cual la mentira.
Una tarde hermosa de verano, Pantaleón le dijo al dueño del almacén, que si llegaba a pasarle “alguna cosa”, no lo enterraran en otro lado que no fuera
junto al ranchito, allí frente a su viejo compinche encallado, entre el mar de mar y el mar de arena, en el medio de su destino de salitre. Que así seguiría sintiendo los frescores de invierno, los truenos del sur, las gaviotas en sus elevadas discusiones, y volvería por fin, vuelto arena, olas y espuma.
Desde hace años el rancho solitario se ha vuelto una tapera, que orgullosa protege esa pequeña tumba de arena que los vientos se encargan de prolijar con inmenso cariño. Su humilde cruz de palo ha sido tapada por las dunas, que la consideran propia. Ya nada indica donde yace “El Bonito”. Para quien no conozca la historia, todo lo que aquí se ha contado no es mas que eso, un cuento.
Pero sus amigos, sus hermanos de mar, saben bien donde están escondidos los recuerdos y los cuidan, en especial el gigante esqueleto del Bomfin, que
cuando el mar se encrespa y las olas se hacen inmensas, peligrosas, enfadado las enfrenta, aun a costa de seguir destruyéndose hora tras hora, amansándolas al fin, y permitiéndoles, ya convertidas en suaves ondas, que lleguen mansas
hasta el rancho ruinoso y su secreto a brindarle a su amigo, con ese delicado y permanente ir y venir, saladas caricias de espuma, y su eterno respeto.
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Costa de oro, enero 2004 - Calella noviembre 2005
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