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Nadie pudo imaginar, cuando se erigieron las vallas para comenzar la obra, en lo que vendría a convertirse aquello poco después.
Los hombres trabajaban con los torsos desnudos, brillantes por la acción del sol sobre la pátina salada del sudor. Todos los que por allí pasaban se quedaban mirando, volviendo las cabezas con gesto molesto, el polvo que levantaban los enormes martillos compresores que agujereaban la calle y acusaban el ruido ensordecedor que producían en su camino hacia el fondo de la tierra labrando túneles que habrían de albergar los nuevos cables y tubos del gas para mejoras de la ciudad.
El asfalto dejó paso al albero y debajo de éste, los senderos cavados se hacían día a día más profundos y más anchos.
Al principio, el personal de la obra acostumbraba a parar para desayunar y salían de sus agujeros con la mente puesta en las tostadas del bar de Manolín que se encontraba a pocos metros de la valla derecha y del que emergía un aroma a pan calentito y café recién hecho que embaucaba a los sentidos y al mediodía salían otra vez pero por la valla izquierda que es donde se encontraba el bar de José, popular por sus tapas y sus precios y alegre por su ambiente musical.
Todo parecía indicar que se trataba de la ordinaria rutina de las obras en verano... Pero esta vez duraban tanto que cruzar de un lado al otro de la calle se convirtió en un azar de complicaciones que cuando menos te arañaba las piernas y los pies con aludes de piedras y te dejaba en medio sin zapatos.
Quedarse parado entonces era terrible. Máquinas como monstruos, con ruedas gigantescas y pinzas como brazos de titanes furiosos se acercaban amenazantes mientras una temblaba de pie en las finas tablas dispuestas sobre el precipicio de lo cavado ante el avance inevitable de la máquina y más de una perdió la vida al enganchársele el tacón en las ranuras de la madera.
Así que mucha gente optó por no cruzar la calle en vista del peligro que ello suponía. Y esto se fue generalizando con el tiempo y cuanto menos gente pasaba más profunda y duradera se hacía la obra. Al siguiente verano ya la gente se comunicaba de uno al otro lado de la valla, por teléfono y otros medios menos sofisticados como las conversaciones a voces, las señas, los aviones y las pelotas de papel con mensajes y sólo algún osado aventurero se atrevía a cruzar jugándose el pellejo en un acceso cada vez más estrecho.
Pero eso eran tiempos en los que aún se podían atravesar las vallas...
Casi sin darse cuenta, la gente de cada lado de la obra se acostumbró a no verse. Afloraron entonces todos los defectos nunca reconocidos de familiares y amigos dejados al otro lado de la obra. –Si mi tía seguía viviendo allí es que ya no era mi tía.-
Se elevaron aún más las vallas y acabaron por electrificarlas. No obstante, algún estúpido idealista amanecía pegado a la valla eléctrica. Era tremendo tener que despegar la carne frita de las vallas de acero y originaba una molestia enorme tener que desenchufarlas mientras se procedía a su limpieza, ya que en este transcurso de tiempo
podrían ser invadidos por los vecinos de enfrente. Por eso apostaron francotiradores a uno y otro lado de las vallas. Francos tiradores de cerveza que ahora sólo tiraban plomo en plena incandescencia.
En realidad nunca nadie supo a ciencia cierta porqué se creó La Frontera.

Ángeles Gómez


Texto agregado el 25-10-2003, y leído por 182 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
25-10-2003 Alucinante: todo un tema a investigar en nuestras patrias rotas y divididas. Las fronteras se crearon e inventaron aunque nosotros hayamos olvidado por qué. En eso trabajo ahora mismo, aunque no lo creas. Gracias y felicidades por tu escrito. Janio
 
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