La playa es muy llamativa por las tardes. Comerciantes y lugareños, y sobre todo turistas, la concurren. A un costado de estas presencias, es decir, alejado, me encuentro yo, sentado sobre mi canoa, sin camisa, con un sombrero de paja toquilla y en compañía de Sarnalais, mi nuevo perro. Estoy preparando las redes para ir de pesca; un noruego se acerca y me pregunta en español: ¿Conoce un hotel cercano? Le señalo con el índice la dirección que debe seguir, me agradece y se retira corriendo. La brisa es fuerte y el sol intenso; observo el océano con ojos diferentes, nuevos, reconfortado, pero me distraen de aquello los ladridos de Sarnalais y su lengua extendida que embarra mi brazo y luego mi cara. Le brindo agua y nos aventuramos al mar en la canoa. Sarnalais permanece sentado delante, contemplando las gaviotas, y yo desde atrás remo, sonrío. Sarnalais nunca ha sentido temor al agua; cuando pescamos guarda silencio hasta que la presa esté dentro de la canoa, es entonces cuando se altera y ladra.
Retornamos a la playa. El crepúsculo aparece, la ventisca nos envuelve y hace más frío que de costumbre. Encendemos una fogata y preparamos, mientras nos secamos, los pescados fritos que tanto nos gustan.
-Tranquilo, mañana será otro día, encontraremos a tu dueño.
Ronald Escalante R. |