Iban como cuatro vueltas. Subir por la Alameda hasta la estación Pedro de Valdivia, virar a la derecha, mirar de reojo, como que no quiere la cosa, después acelerar el auto hasta Bilbao. El ritual era siempre el mismo: música en el auto; sólo con camisa (fuera corbata y saco), unos tragos de preliminar y unas rayas de coca para el envalentonamiento. Nada de celulares prendidos ni de estampitas de Dios colgando del espejo retrovisor; sólo ese sentimiento malo que le ponía los ojos negros, y el impulso aterrador de sus instintos.
Acababa de dejar a su mujer en el departamento. Cuatro horas estuvieron encamados, como siempre, entre discusiones, una botella de licor caro, y el sexo casi calcado que cada día se ponía más latigudo. Lo primero era besarle la concha con afán, luego era su turno. Segundo, penetrarla: piernas al hombro, de pie, de cúbito dorsal y abdominal. Tenía que gemir, no podía no hacerlo, sino le quedaba la cagada. Tercero, volver a la pelea eterna y al tire y afloje de la penetración anal. Que si ella no consentía, él manupilaba, que si él empleaba mucha fuerza, ella se sentía apenas un objeto al que había que doblegar. Y entonces le venía el llanto.
Quinta vuelta por donde mismo y las sombras de los travestis de la calle que se difuminan con toda la celeridad imaginada apenas él acelera el vehículo. Por el espejo retrovisor ellos le hacen gestos carnavalezcos mientras le siguen la pista parados en medio de la avenida.
Sin fijar la vista condujo haciendo el mismo viraje. La corriente de la conciencia era un alud de tierra y barro, un flojo deslinde con la locura, algo colapsable. Que los plazos procesales; que el alegato de la libertad provisional del traficante amigo; que el tubo de la lapicera con el que jalaba la mandanga que andaba perdido quizás dónde.
Sexta vuelta, la del diablo. El auto estacionado a un costado de la berma; el humo saliendo del tubo de escape como si fuera el halo de una bestia herida a muerte y en cada puerta, un hombre vestido de mujer poniéndole precio a la faena. Que si llevas dos, pagas una; que los condones los ponían ellos; que había un motel cerca donde no pondrían problemas (él ya lo conocía); que si quería podía hacerla de mujer o de hombre, daba lo mismo, el precio de todos modos incluía el servicio.
Cuatro de la mañana y su vientre sobre el motor del auto exhuda por la indefinición. A cada rato sus manos se contraen sobre el capot. El travesti a veces usa el taco aguja de su calzado. Hay un mirador en el cerro, el mirador de la Reina; hay cocaína sobre la caja de un cd y botellas por todos lados. Con cada espolonazo bien recibido del amante de turno, él se manda al seco un vaso de licor y se muerde los labios. Adentro suyo, afuera suyo, el deseo lo subyuga, lo nubla, lo agarra y zamarrea del cogote como un perro grande a uno chico; y las manos del travestido verdugo lo hacen sentir toda una mina.
Ya son las siete de la mañana y él llama a la oficina: 'monita no iré a la oficina, las hemorroides me tienen liquidado, llama a todos y suspende las entrevistas de hoy'. Muy abatido prende el teléfono y los mensajes de su casa casi revalsan la pantalla. En un servicentro se lava y quita las manchas que persisten. A las ocho ya se sienten los gritos en su departamento; a las diez de la mañana se le apaga la tele. Afuera no para de llover; adentro todo le late. |