“Es que ella es como una diosa hecha mujer”, nos decía Javier cada vez que miraba a Clara, chiclayana recién llegadita al barrio y que enmudecía a todo el que la miraba.
“Te amaré por siempre, corazón”, le cantaba Javier, entre una cumbia mal grabada en la bodega y sentado en un cajón de cervezas, a Clarita Gutiérrez, lindísima adquisición del populosísimo barrio de Magdalena, donde los chicos se llevaban a sus novias al malecón “para enamorarlas y chaparlas, pues, hermano. Esa es la ley del barrio, ¿o no?”. Así era la vida en el barrio de Magdalena, donde los chismes corrían a montones y donde todos se conocían perfectamente sus pasados, sus presentes y hasta incluso sus futuros, “hija, ¿te enteraste de la última?. Ay, hija, a que no sabes quién ha salido en cinta”, siempre eran las frases más comunes entre las chismosísimas señoras del barrio de la Magdalena, que está al costado de San Isidro “y que por eso es pituca, hija”.
Después de cada partido del campeonato de fútbol “El Campeonísimo”, organizado siempre por el alcalde del distrito, quien era insultado por los vecinos que asistían a los partidos, se iban siempre a celebrar a la cebichería “Las Perlas del Mar”, porque, “claro, siempre celebramos porque siempre ganamos, hermano”, y se tomaban todo lo habido y por haber de la cebichería, donde don Manolo ya sabía quiénes eran los campeonísimos de siempre y les decía: ”Muchachos, es un honor para mí que ustedes estén aquí después de haber ganado este partido. Por eso, la primera caja la invita la casa. ¡Salud, carajo!”. Siempre les ganaban a quienes los retaban y siempre los goleaban, y “siempre les dan duro a quienes los reten, amigo. Es que yo los conozco desde chiquitititos,” comentaba el mozo Johny Quispe, excelentísimo empleado de la cebichería “Las Perlas del Mar”,donde había trabajado toda su vida y había dejado sudor y lágrimas para hacer que el público estuviera feliz y se sintiera a gusto con el servicio que se le brindaba.
“¡Salud y que sigan los éxitos!”, gritaba emocionadísimo y al borde de las lágrimas don Manolo Hernández, dueño de la cebichería “Las Perlas del Mar” y, además, bigotón y panzoncísimo hasta más no poder, “es que es la chela, pues, hermano. La chela lo embota a uno, ¡salud!”, como decía siempre el “bigotón Mañuco”, que era su apodo conocidísimo en el barrio. El bigotón Mañuco era uno de esos típicos cincuentones que había entregado toda su vida al arte de hacer cebiche, “porque, claro, yo tengo el honor de haberle hecho un cebichito a nuestro presidente Belaunde. ¡No todos los días ocurre eso!”, como decía Manolo, quien siempre terminaba sus frases con su respectiva palabra “salud”.
Las horas pasaban y las cumbias también, y los chicos del Deportivo “Te amo, Magdalena” seguían tomando descontroladísimos y seguían festejando el triunfo de la tarde de fútbol. Conversaban del partido, de las chicas que habían ido a verlos, “¿viste a Roxana Valencia con el shorcito que fue?. ¡Uyyy, te habrías muerto, hermano!”, comentaban y brindaban por el triunfo que también fue goleada “contra los tarados de Breña, ¡jajaja, ya se me está subiendo la chela, hermano!”.
Seguían tomando y seguían presentes todos, siempre fieles al equipo.
Había un compañerismo que los unía como si fueran hermanos. Los muchachos del barrio se sentían así, como hermanos que se querían y que se ayudaban siempre, sin condiciones. Eso era lo que resaltaba en ellos: su compañerismo y su amistad incondicional. Era como si siempre hubieran sabido que estarían juntos para toda la vida, sin nada que hiciera que ellos se distanciaran. Pero todo cambiaría con la llegada inoportunísima de la Clarita Gutiérrez, quien apenas llegó “alborotó al gallinero, Mary. Esa chica no tiene nada de santa”, comentaban las chismosísimas Lupita Obregón y Mary Barreda, señoras dedicadas al chisme del barrio de “Magdalena, pegado a San Isidro y pituco, por cierto”, como decían Lupita y Mary al referirse al barrio de Magdalena en el que vivían.
Llegó Clarita al barrio un veintidós de diciembre del año de 1995, después de vivir quince otoños en su querido Chiclayo. Llegó y alborotó hasta a los menos alborotados del barrio y originó el desenfreno hormonal incluso hasta de los mayores, señores de setenta y tantos, los cuales sufrieron apenas la vieron, “don Jaime, porque usted sabe que Fujimori nos va a hundir más de lo que nos ha hundido y... ¿quién es ése lomo que ha llegado al barrio?”, se preguntaron don Jaime y don Manuel al ver a Clarita Gutiérrez, chicayana recién llegadita al barrio.
Alta, para ser mujer, de 1.73 de estatura, trigueñita linda, coquetona y siempre vestida con sus shorcitos que luego se harían famosos. Impacientó y puso celosas, desde el principio, a todas las chicas del barrio, ”¿quién se habrá creído esta? ¡Llegar al barrio vestida así!”. Estaban piconas y celosas porque sabían que Clarita era muy bonita y que ellas no podrían competir contra lo que era Clarita: “una Diosa hecha mujer”, como decía Javier cuando se refería a ella.
Los chicos del Club “Te amo, Magdalena” seguían tomando después del triunfo conseguido en el campeonato “El Campeonísimo” de Magdalena. Ya eran las siete de la noche y se habían tomado mil y una cervezas. Algunos estaban mareados y empezaban con la nota borrachísima del “te quiero, hermano. Nunca mueras”, pero todo cambió cuando una luz clara y cegadora alumbró la cebichería “Las Perlas del Mar”. Se trataba de Clarita Gutiérrez, quien, al ver que estaba en la cebichería el pintón de Joselo Levau, se acercó a él y le dijo: ”Hola, Joselo, ¿Cómo estás?”.
-Bien- le respondió él, con la mirada atentísima de todos los chicos.
-¿Qué están celebrando?- preguntó Clarita.
-¡Estamos celebrando por el partido que hemos ganado, Clara!- interrumpió inoportunísimo Javier, quien quedó como el más cojudo de todos al ver que ella ni lo miró cuando él le respondió.
-Me decías, Joselo... - le dijo Clarita a Joselo, dejando en ridículo a Javier, que se sentía más cojudo que nunca.
-Sí, Clara. Lo que pasa es que hemos ganado un partido muy importante del campeonato interdistrital. ¡Con este resultado, hemos pasado a la final!
-¡Qué bueno!- le respondió Clara, con esos labios de miel que tenía ella. Oye, ¿Qué te parece si vamos al malecón para que me lo cuentes todo?
-Claro, es una muy buena idea...
Joselo se levantó de su asiento y, orgullosísimo de ser “tan churro y con un gran jale”, como él mismo decía, se fue con la moral enorme al malecón de siempre (“donde caen las chicas”) a conversar con Clara, que estaba con su shorcito moradito, el cual la hacía ver lindísima, evidenciaba que se encontraba en la pubertad y certificaba que la estaba tratando de maravilla.
Se fueron juntos y, en la mesa del fondo de la cebichería “Las Perlas del Mar”, todos reían a carcajadas por el desaire que le había hecho Clarita Gutiérrez a Javier Ramos, mientras se veía a este triste, solo y existencialmente. Mientras pasaban los segundos que se le hacían larguísimos, miró a todos y les dijo, con un tono de voz que sólo podía emitirlo un muchacho que había sido golpeado y traicionado por el amor y la amistad: “Esto no se queda así, carajo. Aquí ha muerto mi amistad con Joselo”. Para Javier, el hecho de que Joselo no hubiera intervenido cuando Clarita lo desairó, fue como si el mundo se le hubiera venido encima, pues para Javier su gran amigo y pata del alma Joselo era como su hermano. “Nunca pensé que me haría esto”, gritó borracho, Javier, mientras tomaba de pico de la botella de cerveza que tenía en sus manos y a las ocho de la noche cuando todos ya estaban borrachos y sin un sol por todo el dinero que se habían gastado en las cervezas que habían comprado.
No le hicieron caso a un Javier que salió tambaleándose y gritando que nunca más le volvería a hablar a Joselo, “baboso de mierda, carajo. ¿Quién se habrá creído que es, artista de cine?. Tiene su pinta, pero no llega a tanto”, gritaba, descontroladísimo, mientras caminaba hacia el malecón un Javier que se había tomado tres mil y un litros de cerveza de la cebichería “Las Perlas del Mar”. Siguió caminando hacia el malecón de Magdalena, el cual él sentía que se le hacía largo y doloroso, porque él sabía que se encontraría con Clara y Joselo, ”seguramente besándose”.
Sentía que su cabeza, que estaba aturdida por todas las cervezas que se había tomado, daba vueltas como si le hubieran dado un tremendo golpe. Pero siguió adelante y, mientras caminaba, fumaba un cigarrillo que había prendido en el camino. Javier ya no razonaba, ya no pensaba; sólo quería encontrar, por alguna razón que ni él mismo se explicaba, a Joselo y a Clara besándose para sufrir, tal vez, o posiblemente era porque estaba borrachísimo y pensó que era bueno ver algo que él nunca podría hacer con Clara.
Siguió caminando por las calles de Magdalena y llegó al malecón donde se suponía que estaban Clara y Joselo. “¿Dónde se habrán metido estos?”, pensó, más borracho aún, Javier. Se sentó sobre una vereda de la Calle 5 y prendió un cigarrillo. “Nunca pensé que Joselo me haría esto”, se repetía y gritaba fuertemente Javier, quien después de fumarse su cigarrillo, cerró los ojos y se quedó dormido en la Calle 5 del populosísimo barrio de Magdalena.
Al día siguiente, a las ocho de la mañana, se despertó Javier con la resaca más grande de su vida y siendo observado por todo el barrio.
-¿Qué haces allí tirado en el piso, compadre?- le preguntó extrañado Rodrigo.
-No lo sé... sólo sé que mi mejor amigo me ha traicionado.
Miró a todos los que lo veían sucio y con la resaca más grande de su vida, y decidió salir de allí, escapar a otro lugar que no fuera ese. Caminó largas cuadras de la Magdalena y vio cómo todos lo miraban como si fuera el bicho raro del barrio. Pero él no los miraba, sólo seguía caminando sin ninguna dirección. Llegó a un parque en el que no había nadie y decidió prender un cigarrillo que había comprado. Él no fumaba, pero se le estaba haciendo costumbre; él no se ponía triste cuando una muchacha lo despreciaba, pero ahora sí le estaba sucediendo.
Se levantó de la banca del parque y decidió mirar al cielo que estaba azul. Empezó a respirar hondo, cerró los ojos y logró recordar lo que había hecho la noche anterior. “No puede ser posible que haya hecho eso”, se dijo, mientras reflexionaba acerca de lo que había hecho la noche anterior. Miró nuevamente al cielo y vio unas palomas que pasaban juntas. ”Así debe de ser la verdadera amistad, ¿no?”. Bajó la mirada y vio que su cigarrillo se iba consumiendo por el viento que pasaba y lo echó al suelo. “Yo fumé mi primer cigarrillo con Joselo y nos atoramos juntos”, pensó Javier y se dio cuenta de que nunca más volvería a tener la amistad que había tenido con Joselo. ”¡Él me ha traicionado, pero es mi amigo y lo tendré que perdonar!”, gritó Javier y caminó con dirección al barrio de Magdalena que se había convertido en Clara.
|