Pues sucedió que unas tijeras de metal recortaron la silueta que proyectaba su sombra en una hoja de papel.
El proceso se llevó a cabo con ayuda de dos compañeros de escritorio: la lámpara de mesa proporcionó luz suficiente para llevar a cabo la operación y el lapicero dibujó en un solo trazo el contorno de la sombra, mas motivados por hacer un favor a una compañera que por participar en algo tan absurdo.
Y después, cuando todo estuvo preparado, las tijeras empezaron a cortar con precisión, a un ritmo lento pero constante, con la tenacidad propia de un objeto frío y calculador. Poco a poco se fueron abriendo paso a través de la hoja de papel y los trozos sobrantes se retiraron con el respeto y la subordinación de quien sabe que su función ha terminado y su retirada marca el principio de algo grande.
El resto de los compañeros observaban callados a las tijeras en su afán por crear una hermana e intentaban comprender el motivo por el cual alguien puede querer llevar a cabo una idea tan enorme, pero no eran capaces de asimilarlo. Unos se imaginaron que era un entrenamiento para no perder práctica en sus funciones básicas, otros creyeron que era una innecesaria demostración de unas habilidades por todos conocidas y cada uno pensó un motivo diferente, pero nadie imaginó el verdadero.
La idea de crear una hermana de papel se asentaba en la soledad de quien se siente acompañado pero no querido y la seguridad de que aquel hastío se terminaría con una nueva compañera anuló todo razonamiento sobre posibles consecuencias. Las tijeras no hubieran sabido explicar de qué manera iba a desaparecer su soledad, pero el proyecto tenía tal fuerza que no se podía pensar en el futuro sin empezar a construir en el presente.
Y así, el proceso terminó. Después hubo unos minutos en los que todos esperaron la reacción de las tijeras al ver concluida su obra. El silencio era incómodo, pero nadie se atrevía a romperlo en espera de oir primero la opinión del autor. En el centro de la mesa, iluminadas aún por la lámpara, las tijeras de metal contemplaban su obra terminada al tiempo que algo en su interior empezaba a desmoronarse. El sentimiento comenzó como una leve culpabilidad que se empezó a agitar en el fondo y cuando salió a flote lo hizo con tal fuerza que el oleaje destrozó y se llevó consigo toda esperanza.
Dejada llevar por la ilusión de crear una nueva compañera su obra era ahora completamente inútil y donde había imaginado alguien en quien apoyarse ahora sólo veía una copia imperfecta e inservible de su propia figura. Imperfecta porque carecía de anillas para alojar los dedos y de articulación central que permitiese juntar y separar ambos lados afilados. Inservible porque, aunque hubiera tenido estas dos características, el material del que estaban hechas hubiese imposibilitado cualquier función.
La responsabilidad de haber creado una hermana inútil se transformó en la mayor de las amarguras y un sentimiento tan árido sólo puede regarse con lágrimas. Las tijeras lloraron.
Durante mucho rato sólo pudo oirse el llanto desconsolado de las tijeras. Sus balbuceos eran como una canción, a veces mas callada, otras mas sonora, pero conservando siempre la línea musical de la mas amarga desolación. Sus compañeros de escritorio se pasaban con la mirada la responsabilidad de ser el primero en comenzar a hablar, pero ninguno se atrevía.
Al final la lámpara habló desde lo alto al tiempo que dirigió toda su luz a rodear a las tijeras que, un poco cegadas en la penumbra de la habitación, yacían en medio de la mesa como el actor que ha terminado su función y lo único que desea es que nadie aplauda su fracaso.
-¿A qué viene ese llanto, tijera?- Preguntó.
La tijera pareció tardar en darse cuenta de que la pregunta iba dirigida a ella, pero luego, a modo de respuesta, miró a su hermana y después hacia lo alto, diciéndolo todo sin pronunciar palabra. La respuesta de la lámpara fue repartir su luz entre el resto de los compañeros que rodeaban el escenario. Tres palabras quedaron flotando en el aire: "no estás sola".
-Lo estoy- y aquello sonó como un disparo ahogado dirigido a todos. -Cada uno de vosotros tiene pareja, y aunque todos nos llevamos muy bien, la complicidad que se da entre compañeros íntimos desplaza a quien tiene que repartir su amistad con todos a partes iguales. Yo no se lo que es entregarme a una pareja y eso es algo que se echa de menos aunque jamás se haya tenido. Por eso, en un intento de volcar mis sentimientos quise crear a mi pareja ideal, pero la ilusión de tenerla cerca, de poder abrazarla, de poder darla todo lo que a mi me sobra me tapó los ojos impidiedome ver que algo así no se crea a voluntad.
Aquello fue inesperado para todos y nadie supo qué decir. Cierto era que las tijeras siempre habían tenido un modo peculiar de querer a los demás, pero nadie hubiera imaginado que en su interior existiese el menor atisbo de frustración. El lapicero, que por haber colaborado en el proyecto se sentía especialmente culpable, habló.
-Entonces, tijera, aunque mis palabras te duelan tienes que reconocer que el culpable de tu sufrimiento es tu orgullo. Aquí todos somos compañeros y haber callado durante tanto tiempo ese sentimiento ha ido germinando la semilla de la soledad, que es capaz de crear fantasmas como ese que tienes al lado. Esas tijeras no son de verdad. Empújalas a la papelera y olvídalas.
Dicho aquello las tijeras tuvieron la sensación de que lo poquito que quedaba aún sólido en el mundo se acababa de derrumbar. Esperaba palabras de aliento de sus compañeros y el lapicero la acababa de dar una bofetada de realidad para contrarrestar su disgusto. En realidad era el mejor consejo que la podían dar, pero un puñado de palabras nada podían hacer contra tantas horas de ilusiones. Por eso, aceptando por completo su fracaso, cogió a su hermana de papel y ambas cayeron a la papelera.
La lámpara se apagó.
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