Quisiera llamarte compañero.
Bien sabes que quiero a esa palabra, porque compañeros son quienes comparten el pan, que es alimento, y es amor.
Pero… ¿sabes?, debo confesarte algo. Allá, en el ciberespacio, existe una página de cuentos, y he caído en la tentación de subir a ella un texto irreverente (sí, “subir”, así acostumbran decir esos cuenteros)
Era –te lo cuento de manera resumida- el adiós a un objeto inanimado: una camisa, para ser más preciso, ¡y la llamé compañera!
Para colmo ella, que ya estaba en el pasillo de la muerte (¡ella es la camisa, hombre!), fue rescatada por una gaviota, quien apeló a mi vanidad y logró salvarla con la complicidad del espejo y mi miopía.
Pero tú no eres camisa, ni sudadera, ni chomba.
No eres pantalón, zapato ni chaqueta (perdón, mexicanos, por usar esta palabra)
No fuiste ni serás calzoncillo, par de medias ni corpiño.
Tú eres humano.
Y te vas.
Tus hombros agobiados reclaman el reposo.
Apenas te sostienen tus acecinadas piernas.
El frío, inexorable, penetra (hondo) tu osamenta.
Tus ojos, cansados, no resisten (ya) tanto cemento.
Tu piel está blanca como la cera (como la cera blanca)
Mereces el descanso
Y el calor que tendrás allá, según sospecho, si puedo ser sincero…
Adiós, camarada.
Que la pases bomba en el Caribe.
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