El agua tibia en la cara le trajo un alivio momentáneo. Encerrada en el baño de caballeros, Lola intentaba calmar las náuseas y el temblor de sus manos. “Abran, ¡la policía!”. Golpeaban la puerta, pero no importaba. Había matado al hombre más temido del Armenonville y tantos boliches. Había vengado al Anselmo, el bailarín moreno que la encendía cuando desplegaban sus firuletes entrelazados como si fueran un único cuerpo.

Cuando Rivera lo desafió por ser el primero que había bailado con una mujer, Anselmo
aceptó el duelo. Lola intuyó que era por celos y el final se lo confirmó. Su compañero había muerto desangrado por una herida en la ingle, un mensaje de amor no correspondido.

Esa noche, oculta en un traje a rayas y funyi, entró al salón invadido de acordes de bandoneón. Rivera le echó el ojo, “jopende nuevo”, comentó. Con una seña, la sacó a bailar. El hombre le enlazó la cintura y susurró: “así me gusta, mansito”. Lola, sin demora, le clavó el puñal en el corazón, “por el Anselmo”, dijo. Y se fue sin mirarlo caer.