El cañón acelerado me persigue; me acecha una y otra vez sin importarle mi ansiedad ni estado de nervios que se desata alarmante tras su agonizante paso. Miles de susurros lanzan su histeria al ver tanta agonía destrozada con el paso de los años y las pupilas, prácticamente cristalizadas, casi como cenizas que el viento ha de soplar.
¡Gritaré! Lo haré siempre que sea necesario lanzar un sorbo de fuerza, un resplandor nocturno y frío; o esa lluvia ácida que hierve y se consume con su propia acidez, pero que a la vez nutre y hace crecer los rebeldes matorrales sumidos bajo la sombra de sus amenazas.
Porque, tal vez el barro ha de ser más poderoso y al chocar contra el crepúsculo de mis raíces no debería desvanecerse; sino derrumbarme, hacerme cómplice de sus colores pardos, quitarme la pesadez de lo escrupulosamente utilitario y revolverme bajo lo absurdo, lo infinito y lo puramente destructivo; para, más tarde, abrir los ojos y sentir que aún no me habría equivocado.
Para qué masticar el simple gas efímero de las nubes, pudiendo alcanzarlas y hacerlas a medida de nuestros silencios. Después, cuando aún no estés pensando, quizá entonces vuelva a envolverte la trenzada espiral que se retuerce mientras la inocencia logra escapar de sus afiladas púas y corre hacia el rocoso precipicio, espero e inerte.
Probablemente tu mirada se cubra de áspero serrín irritante e incluso una astilla se adentre para acariciar tu nervio; pero siempre brotará una nueva lágrima, tal vez poco caudalosa, pero que, sin duda, limpiará suavemente la molestia de tus cansados y oscuros iris.
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