Decidiste aparecer a modo de relámpago, sin ningún tipo de aviso y con la misma naturalidad que tantas veces me desesperaba. En tu rostro se podía interpretar la vitalidad y la locura con las que siempre haces frente a tus indecisiones y que, una vez más, se reflejaba en tu forma de sonreír.
Comenzó a preocuparme aquella extraña mirada, un tanto irónica e inquieta, que parecía estar lanzando llamaradas de desesperación y que al mismo tiempo dejaba totalmente nulo mi estado de alerta.
Caminabas despacio, colocándote tu estimado pañuelo y observando a tu alrededor con graciosos gestos que dejaban ver tu trastocada sencillez.
No pudiste esperar ni un solo instante para dirigirte a tu más preciado refugio, ese al que todos llaman vulgarmente “el bar de la esquina”, pero al que tú bautizaste con el nombre de “máxima felicidad”. Era allí donde, sorbo a sorbo, te ahogabas en tus propias dudas y navegabas de sueño en sueño en mitad del ancho mar, donde el alcohol golpeaba con fuerza regalándote ilusiones que más tarde destrozaba.
En aquel lugar pasabas las horas sumergido entre el humo, las risas, alguna que otra lágrima y un número interminable de muchachos que fascinaban con tus historias y que gracias a ellas, día tras día, podían construirse un pensamiento distinto, alejado de la monotonía y de lo racionalmente correcto.
Al llegar de nuevo el alba volvías a colocarte tu pañuelo, apurabas tu último trago y te alejabas decidido, sin apenas parpadear. Pero todos sabían que al atardecer volverías a aparecer, tarde o temprano, a modo de relámpago.
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