Tercera parte
Por algún misterio inexplicable, el pasado parecía curvarse hasta colocarnos a ambos en la misma instancia del pasado. Pensé que de un momento a otro comenzaría la tortura, las carcajadas y el dolor. Pero no. El Chulo había aprendido a refinarse y ahora empleaba métodos más sutiles de tortura. Permitía que el silencio se posicionara en cada rincón de la sala y cuando este reinaba rotundo y absoluto como si el sucio cuarto fuese una catedral, emergían desde el fondo de él los groseros escupitajos, la tos in crescendo y sus pesados pasos. Luego todo regresaba a la quietud y yo sólo escuchaba mi respiración y los latidos de mi corazón. Un grito me hizo estremecer: -¡Acércate a la puerta!- ordenó. Yo me arrastré en la oscuridad hasta tocar el metal de los barrotes. Sentí un rasguido y al instante se encendió una cerilla y aparecieron ante mis ojos esos dedos de gruesos nudillos iluminados por esa mortecina luz. –Ahora seguramente dirá:”Así que eres tu”-pensé. Y entonces comenzará su fiesta. Y allí mismo recomenzará mi martirio. Una vez que la luz del fósforo se extinguió, sentí que se alejaba unos pasos. Silencio. Luego, desde lo más nítido de éste, escuché un suave silbido que fue creciendo en intensidad. Era una marcha militar algo desafinada que llenó el recinto con sus sones marcados. Usted comprenderá señor que era un método de tortura bastante especial ya que me ponía los nervios de punta. Estuve tentado de pedirle a gritos que acabara con ese teatral preámbulo y que fuera al grano, que me golpeara, que me diera de puntapiés, que me insultara, pero que una vez por todas terminara con todo eso. El Chulo continuó silbando su marcial melodía, la que alcanzó tal intensidad que llenó el cuartucho de estridencias. Abruptamente, todo quedó en silencio. Sentí que me derrumbaba en caída libre desde la cima de una enorme montaña rusa y que el estómago se encaramaba a mi garganta. Adiviné en las sombras que su miraba se dirigía a mí. Tuve la sensación que un venenoso reptil se aprestaba a saltarme encima cuando de nuevo escuché un grito: -¡Te conozco! Mi corazón se paralogizó por el miedo. Avanzó con pasos raudos. –Tú eres…
-Soy …el flaco- respondí aturdido. -¡Eres aquel imbécil de siempre! Rió groseramente y sus sonoras carcajadas retumbaron en los ladrillos de la celda y se multiplicaron en centenares de sonidos quebradizos. La acción comenzaba recién…
Permanecí en esa celda durante tres días, soportando los tediosos interrogatorios del Chulo. Nunca hizo mención de nuestra niñez y juventud común pero yo tenía bien claro que lo recordaba todo y que me tenía reservado un castigo mucho más cruel que todo lo sufrido. Estaba en sus manos y eran tiempos de autoritarismo, nada podía liberarme de sus garras. Efectivamente, la tercera noche ordenó que se me atara al camarote y allí, tendido a oscuras, esperé con la piel erizada su vil ataque. Una vez más empleó la misma endiablada táctica de los días anteriores. Dejó aposentarse el silencio, luego su lento paseo y su horrible silbido. Por fin, se me acercó. -¡Perra fatalidad!-me dije –yo siempre en la posición mas desventajosa. –Ahorita si que confesarás todo- me dijo con voz queda. Sentí que paseaba su manaza por mi rostro. -¿No es cierto que te vas a poner a cantar de lo lindo, flaquito?- prosiguió hablando, utilizando el mismo tono meloso. Quise que lo fulminara un rayo vengador y que el horrendo fulano quedara convertido en grasa derretida. -¿Confesarás…o no?- terminó de decir, casi en un gemido antes de recibir yo un feroz puñetazo en mi vientre. Sacando el habla desde el fondo mismo del dolor, gemí: -¡Nada he hecho! ¡No soy…culpable…de nada...! -¿Con que no?- bramó y repitió una y otra vez sus certeros puñetazos, ahora sobre mi rostro, sobre mis costillas y mis genitales. Yo sólo reaccionaba con alaridos ante esos impactos dolorosos que caían una y otra vez desde las tinieblas. Mi mente era incapaz de retener alguna idea coherente. El sufrimiento y el miedo se hicieron tan insoportables que sentí que me hundía en un profundo océano rojo…
Desperté en medio de unos matorrales, en las afueras de la ciudad. Me dolía todo y cuando pude razonar, supe que algo dentro de mi mente también se había roto. De a poco fui recuperando la noción de las cosas, recordé la negrura de esa celda, los silbidos, los pasos, los golpes y de inmediato comenzó a manar dentro de mi pecho un fluido viscoso que amenazaba con desbordarse y que se apoderó de mis extremidades, de mi cabeza y de mi pensamiento. Algo tan abominable que debía ser vomitado y para ello era necesario que yo realizará una sola acción, la única posible… Aún dudando de mi existencia, me arrastré lastimosamente en procura de agua, de alimentos. Un campesino me encontró al borde del desfallecimiento y lo único que recuerdo de esto, es su rostro curtido, sus manos prontas y luego nada más…
Deben haber transcurrido varios días antes que yo recuperara mi lucidez. Volví a la realidad en la cálida sala de un hospital. Estaba lleno de vendajes y sondas y cuando tuve la oportunidad de verme en un espejo, pude ver mi rostro desfigurado por los golpes. Allí mismo tomé la determinación de matarlo como un perro.
Dos meses después, había recuperado en parte mi autonomía y téngalo por seguro que si no hubiera atesorado en mi mente esa sed de venganza que fue talvez la más efectiva de todas las medicinas que injerí, jamás me habría recuperado del todo. Una vez soldados mis huesos y cicatrizada mis heridas, salí de aquél establecimiento arrastrando mi pesadumbre pero fortalecido en mi rencor. Antes del reencuentro con el Chulo policía, yo sólo guardaba en un recóndito lugar de mi cerebro las ominosas postales de las humillaciones inferidas, ahora, estas cicatrices serán el póstumo legado de mi odiado enemigo, en mi piel quedará estampada para siempre la fatal firma con la que rubricó todas sus fechorías. Y le juro por ese Diosito que nos está mirando, que no voy a sentir ningún remordimiento por lo que hice, porque sólo cobré una viejísima deuda. Lo único que me aterroriza es imaginar que ese monstruo me esté esperando en la eternidad o que, si existe la reencarnación, que se aparezca en mis infinitas vidas como mi eterno perseguidor. Sé, tengo la certeza que lo encontraré de nuevo, estoy seguro de ello...
(Concluirá)
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