José sabía que imaginar es un Verbo y que no hay más remedio.

Puso que las estrellas son colores y que el poco espacio galáctico que se ve desde la Tierra es una paleta - saberlo lo puso muy contento - sus ojos luminescentes eran como pinceles que aprietan botones. En la noche silenciosa, a sabiendas de que la ciudad es el turno de los insectos, aprovechaba las nubes hasta seguir al tanto sus cambios de formas. Sin referencias formales y únicas referencias absolutamente etéreas llegaba el momento en que se hacía dueño por completo de todo un concierto: con sus ojos hacía extratitilar algunas estrellas, sabía que las constelaciones eran una vieja broma, las distancias, en la mayoría de los casos eran enormes, en esos dibujos no creía, creía en otros dibujos y en otras constelaciones - aquellas estrellas que, efectivamente, eran parte de una misma familia -. En las nubes encontraba una forma de comunicación entre su conciencia y toda aquella conciencia que está alrededor... de todo el planeta. Al sincronizarse con el tanto, plasmaba los deseos de su corazón en las cosas más profundas, juegos entre seres y demonios, unos que se volvían dos, dos que se fundían en uno (todas esas posibilidades subsisten prerregistradas), los que se volvían invisibles devolviéndose al espacio, los que se hacían grandes y cobraban fuerzas. Toda esa maraña que placenteramente José dirigía y cuando no era él eran los hijos blancos de la Noche.