Así quietecito salió de su casa a las tres de la madrugada a encontrarse con los amigos. A diez cuadras de distancia de su casa se hallaba la paz, un café abierto al aire libre que así se mantenía las veinticuatro horas del día.

Como de costumbre casi todas las mesas se hallaban vacías, no tenía la menor importancia, la paz se podía sentir sentándose en una silla y respirando, lejos de los televisores y del encierro de las casas; la paz sólo se consigue sin murallas. Como dije, casi todas las mesas se hallaban vacías sólo había dos ocupadas, una por una chica leyendo un libro y otra por un hombre llamado Pablo que sorbía lentamente su café dialogando consigo mismo. Ya conocía a Pablo, una vez habían conversado. Definitivamente no quería molestar a la chica, en Caracas es prácticamente imposible para ellas sentarse en un lugar solas y que las dejen tranquilas. La tranquilidad pesa más que el oro en esos casos. Sin desear hacer el ridículo ni molestar a nadie se sentó en una otra mesa aparte solo. Treinta minutos se fueron haciendo interesantes, es curioso constatar cuánto se mueve en la inmovilidad, creo que la gente se cae bien en el silencio cuando éste no exige nada a nadie. Pronto comenzó a manifestarse la alegría, por la calle, algunas personas caminaban alegres y a pesar de la hora era constatable cierto movimiento inusual, como si hubiese música. Pablo se dio cuenta de su presencia e inmediatamente invitó a la chica a sentarse los tres en la misma mesa. Nadie impresionó a nadie, nadie tampoco se llevaría a nadie. Por primera vez en su vida se dio cuenta de que era posible hablar. Nadie de verdad impresionó a nadie.