La muerte es la más excelsa de las ofrendas. Es la suprema celebración de los que pierden y tal vez una fiesta trunca para los que siempre ganan, pero es la suprema celebración de quienes pierden. La muerte es el final del camino y acaso el único comienzo. A pesar de su devenir en picada, es siempre un salto hacia la cima. La muerte es la más absoluta negación en estado consciente y –quizá– la más rotunda afirmación en estado inconsciente. Yo diría aun que es la más valiente parodia de la existencia humana, resumida en instantes. Pero, ella, la muerte, le acontece sólo a quien la decide, a los demás sólo les sobreviene, como una sutil prolongación de la vida. Es decir, unos conocen la muerte y otros sólo mueren. Es decir, unos saben dónde buscarla, cuándo encontrarla, tienen permiso para llamarla por su nombre y hasta saben cómo evadirla; y otros sólo la conocen de vista, para ellos es la vecina que pasa inadvertida, varias veces, hasta que se anima a llamar a la puerta. Tal vez sea todo eso o nada de eso. Quizá, con certeza, la muerte sólo sea la suprema celebración de quienes siempre pierden. Yo decía que es la más excelsa de las ofrendas, pero ¿a quién?, ¿a qué? Y al decir todo esto de lo que quiero hablar es de la vida misma, que me acontece. Créanme.
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